Antes del desarrollo de las ciencias la gente pensaba que
todo lo bueno y lo malo procedían de Dios y seguían ignorándose las causas
naturales de los fenómenos que sucedían: Dios liberó a su pueblo de la
esclavitud, dio de beber a su pueblo en el desierto, mandó el diluvio universal,
destruyó la ciudad de Sodoma y Gomorra, convirtió en estatua de sal a la pobre
mujer de Lot, etc.
Pues, cuando llegó Jesús aportó una idea nunca oída hasta el
momento: enseñó que Dios no manda males a nadie; ni a los justos ni a los
pecadores. Él sólo manda el bien.
Para demostrarlo, adoptó una metodología sumamente eficaz. Comenzó a curar a todos los enfermos que le traían. Y les explicaba que lo hacía en nombre de Dios. De este modo anunció la buena noticia de que Dios no quiere la enfermedad de nadie, y que si alguien se enfermaba, no era porque él lo hubiera permitido. Igual actitud asumió frente a la muerte: No decía jamás, dejadlo muerto, porque es la voluntad de Dios. Al contrario, lo resucitaba inmediatamente para enseñar que Dios no mandaba la muerte, ni la quería. Dios es un Dios de vida y no de muerte, decía Jesús (cf Mc 12,27). Dios da la vida, nunca la quita.
¿De dónde proceden, entonces, tantas desgracias y enfermedades imprevistas?
Del mal uso de la libertad humana.
En efecto, somos nosotros los que contaminamos el agua que bebemos, el aire que respiramos, los alimentos que ingerimos, la tierra en que vivimos, y de esta manera producimos graves trastornos en los seres humanos, incluyendo a los niños que se están gestando. Pero la mentalidad primitiva que tenemos, propia del Antiguo Testamento, nos lleva a responsabilizar a Dios. Dios no es culpable del mal en el mundo ni de la muerte, él es bondadoso y es amor.
Para demostrarlo, adoptó una metodología sumamente eficaz. Comenzó a curar a todos los enfermos que le traían. Y les explicaba que lo hacía en nombre de Dios. De este modo anunció la buena noticia de que Dios no quiere la enfermedad de nadie, y que si alguien se enfermaba, no era porque él lo hubiera permitido. Igual actitud asumió frente a la muerte: No decía jamás, dejadlo muerto, porque es la voluntad de Dios. Al contrario, lo resucitaba inmediatamente para enseñar que Dios no mandaba la muerte, ni la quería. Dios es un Dios de vida y no de muerte, decía Jesús (cf Mc 12,27). Dios da la vida, nunca la quita.
¿De dónde proceden, entonces, tantas desgracias y enfermedades imprevistas?
Del mal uso de la libertad humana.
En efecto, somos nosotros los que contaminamos el agua que bebemos, el aire que respiramos, los alimentos que ingerimos, la tierra en que vivimos, y de esta manera producimos graves trastornos en los seres humanos, incluyendo a los niños que se están gestando. Pero la mentalidad primitiva que tenemos, propia del Antiguo Testamento, nos lleva a responsabilizar a Dios. Dios no es culpable del mal en el mundo ni de la muerte, él es bondadoso y es amor.