jueves, 23 de agosto de 2012

Descubrir la felicidad


EL PRINCIPE FELIZ
La estatua del Príncipe Feliz dominaba la ciudad. Toda ella estaba revestida de láminas de oro, por ojos tenía dos diamantes y un gran rubí resplandecía en la empuñadura de su espada.
Una noche llegó a la ciudad una golondrina. Sus compañeras se habían marchado al sur seis semanas antes. Ella se había retrasado y debía volar antes de que llegase el frío. Vio la estatua encima de una columna y decidió pasarla noche allí. Se posó a sus pies, protegió la cabeza debajo de las alas y se durmió. Hasta que sintió que le caía una gota de agua.
-“¿Estará lloviendo?” -se preguntó la golondrina. Y le cayó otra gota.
Segura de que llovía, decidió buscar mejor sitio para dormir. Pero antes de que pudiese abrir sus alas, la golondrina vio algo asombroso: a la estatua del Príncipe Feliz le brotaban lágrimas de los ojos. Eran las gotas que la habían mojado.
-“¿Por qué lloras?” -le preguntó la golondrina, intrigada.
-“Lloro porque, cuando estaba vivo, tenía un corazón como el tuyo y me pasaba las horas jugando en los jardines de mi palacio. Todo me alegraba y por eso me llamaban Príncipe Feliz. Pero desde que me han puesto en este lugar tan alto, puedo contemplar todas las personas tristes del pueblo y, aunque ahora tengo un corazón de plomo, la tristeza de los demás me hace llorar. Mira, no lejos de aquí vive la señora más pobre de este pueblo. Su hijo está enfermo tiene mucha sed. El niño le pide naranjas a su madre, pero ella no tiene con qué comprarlas y sólo puede darle agua del río. Toma uno de mis ojos de diamantes y llévaselo.”
Aunque la golondrina sabía que debía huir de aquel frío mortal, hizo lo que le pidió el Príncipe Feliz. Cogió en su pico uno de los ojos de diamantes y lo llevó la madre.
Cuando la golondrina regresó a la plaza donde estaba la estatua, dijo al príncipe:
-“iQué extraño! Con todo el frío que hace, siento un calorcillo que me crece en el pecho.”
-“Te sientes así -comentó el príncipe- porque has obrado bien. Toma ahora mi otro ojo y entrégalo a aquella niña que busca pan para la familia y no lo encuentra.”
-“Pero no podrás ver” -dijo la golondrina-.
-“No me importa. Lo que más deseo es que esa niña y su familia puedan tener la comida que necesitan.”
Otra vez hizo la golondrina lo que el Príncipe le pedía. Cuando regresó, comenzó a nevar nuevamente.
-“Vete a reunirte con tus compañeras -le aconsejó el Príncipe-, que el frío se acerca.”
-“No.” -respondió la golondrina- “Ahora que no puedes ver, me quedaré contigo y te acompañaré siempre. Aunque tenga mucho frío te contaré lo que vea.”
-“Dime qué cosas tristes ves en el pueblo.”
-“Veo a muchos niños con hambre recorriendo las calles.”
-“Toma el oro que cubre mi cuerpo -pidió el Príncipe- y repártelo entre esos niños.”
Nevaba y nevaba, y aunque la golondrina sentía mucho frío, nada la detenía y repartió las piezas de oro a los niños que gritaban: “iAI fin podremos comer!”
Pero la golondrina sufría cada vez más por el frío hasta que finalmente enfermó. Para espantar el frío, no dejaba de mover las alas, mientras contaba al Príncipe todo lo que veían sus ojos.
No le quedaban muchas fuerzas y comprendió que no podría resistir ya mucho más.
-“¡Adiós, mi querido Príncipe Feliz!” -dijo la golondrina. Le dio un beso y cayó a sus pies. En el mismo instante, el corazón de plomo de la estatua se rompió en pedazos.
Y el día en que Dios dijo a uno de sus ángeles “tráeme las dos cosas más hermosas de ese pueblo”, el ángel llevó ante él a la buena golondrina y el corazón de plomo de la estatua del Príncipe Feliz, que habían sido tirados por la gente importante de la ciudad. Desde ese día la golondrina canta a Dios y el Príncipe Feliz le habla de los pobres que todavía quedan en el mundo.
(Adaptado de Oscar Wilde)