1. La situación.
Julián acude regularmente a la catequesis
familiar de primera comunión, en la que se trabaja la idea y la experiencia de
la bondad de Dios. En algunas ocasiones ve las noticias del mundo junto a su
familia, y no es excepcional que aparezca alguna catástrofe en ellas. Su madre
le explica que, debido a la pobreza de muchos países, no tienen medios para
construir edificios de calidad, y cuando ocurre algún desastre las casas se
hunden. En otra ocasión, en la que aparece una nueva tragedia, Julián le dice
espontáneamente a su madre: «Mamá, ¿es que Dios no ha podido ayudar a esa
gente? ¿Es que no cuida a los pobres?»
2. Las pistas.
2.1. El gran problema del mal en
el mundo.
Que en el mundo existan catástrofes, y que continuamente mueran hermanos
y hermanas nuestras, nos entristece profundamente. Pero además es uno de los
problemas que con más frecuencia interroga a nuestra experiencia de Dios. Y no
es fácil encontrar respuesta para estos interrogantes, ni siquiera para un
adulto.
Se suele decir que Dios creó a los hombres con libertad, y que
nosotros somos responsables, con nuestras decisiones, del mal que existe en el
mundo. Si bien hay parte de verdad en este argumento, no siempre es útil. Ni
aún con los mejores medios del mundo se pueden evitar algunos accidentes. Hay
una parte de lo malo que ocurre en el mundo que no depende, en modo alguno, de
la voluntad de las personas. ¿A quién atribuimos este tipo de
males?
2.2. La limitación de la vida
humana.
Es evidente que no somos dioses. Nuestra experiencia de limitación
es continua: equivocaciones, disputas, enfermedad y muerte acompañan nuestra
realidad cotidiana. Y a pesar de que nos gustaría una vida prolongada, incluso
inmortal, y de que quisiéramos lo mismo para las demás personas, hemos de
admitir, como parte de nuestra realidad, la enfermedad y la muerte. Es esta
nuestra realidad: no podemos negarnos a nosotros mismos.
Es justo aquí donde interviene Dios, y donde nos abre la
esperanza: su amor nos acompaña más allá de la muerte. Incluso allí donde
parece fracasar nuestra reaIidad, nos espera con los brazos abiertos. Y menos
mal, porque por mucho que nos esforcemos, y que
nos ayudemos unos a otros, la muerte acabará venciendo. Aparentemente, claro.
Ello no debe servirnos de excusa para no hacer lo posible por
aliviar el sufrimiento y la indigencia
de los demás. Sabemos a ciencia cierta que Dios, pase lo que pase, colmará
todas las expectativas. Pero también sabemos que en nuestra respuesta ante ese
sufrimiento se juega nuestro mismo ser humano como ser en plenitud, abierto a
Dios. Ningún dolor humano nos puede ser ajeno. Pero dada nuestra limitación,
confiamos que, aquello que nosotros no lleguemos a poder solucionar, Dios lo
tomará en sus manos amorosas y transformará el dolor en alegría. «Bienaventurados
los que lloran, porque reirán».
3. La respuesta.
"Es cierto que hay mucha gente que sufre y muere en el mundo. Y ello a pesar de que
Dios lo hizo para que lo pudiéramos disfrutar. Lo que pasa es que, a veces,
nosotros mismos, no hacemos lo posible para que todos podamos vivir felices.
A veces ocurren desgracias que no podemos evitar. Como los
terremotos y las inundaciones que aparecen en las noticias. Acuérdate también
de lo que hemos hablado alguna vez sobre la abuela, que, a pesar de que los
médicos la cuidaron y la quisieron curar, acabó muriéndose. Era ya muy mayor, y
estaba muy malita. Pero estamos seguros de que Dios la tiene junto a él, en el
cielo, cuidándola mucho mejor de lo que nosotros podríamos hacerlo. Pues eso
mismo creo que Dios hace con los pobres y los que sufren. Eso sí, nos pide que
les ayudemos a tener lo que necesitan y a comprender que Dios les quiere mucho.
Revista
“Catequistas” nº 194, Febrero 2009