1. La situación.
Rubén es un niño un poco complicado, con un carácter desafiante
para con los que lo rodean. A pesar de que sus padres trabajan la relación con mucho
cuidado, no pueden evitar que en alguna ocasión se les escapen comentarios negativos
sobre su hijo. En algunas ocasiones eso le hace reflexionar, y durante un rato
intenta ganarse de nuevo el aprecio de sus padres. En uno de esos momentos, recordando
lo que habían trabajado en la catequesis sobre el amor que Dios Padre nos tiene,
le surgió una gran duda: “¿Dios me querrá
también a mí?” Y se la planteó a sus padres.
2. Las pistas.
Algunos viven su relación con Dios de forma muy parecida a los fariseos
del tiempo de jesús: casi identifican la religión con la moral. Portarse bien,
ser legales sería sinónimo de ser buenas personas religiosamente hablando. Esta
postura tiene riesgos: creer que tanto la salvación como el amor de Dios dependen
de nuestros méritos. Dicho de otra manera: pensar que Dios nos quiere porque somos
buenos. Podemos llegar a cambiar la imagen de Dios, que nos ofrece siempre y a
todos su amor gratuito, por la de un dios que quiere a los buenos y menosprecia
a los malos.
Nada más lejos de la imagen de Dios que nos ofrece su hijo Jesús.
Los textos bíblicos están llenos de referencias a un Dios realmente “lento a la ira y rico en piedad y misericordia”
(Éxodo 34,6), que no ha venido «a salvar a
los justos, sino a los pecadores» (Mateo 9,13), al igual que no necesitan médicos
los sanos, sino los enfermos (Lucas 5,31). El conjunto de parábolas de la misericordia
(la oveja perdida y el hijo pródigo, Lucas 15), así como la historia del fariseo
y el publicano en la sinagoga (Lucas 18,9-14) son un buen ejemplo de lo que estamos
hablando.
2.1. Justos y pecadores.
No se trata de que quienes viven su vida conforme a la moral estén
más cerca de Dios. El problema lo tienen si viven esta situación de una forma «farisea»,
es decir, con la convicción de que es eso lo que «compra» el amor de Dios, y lo
que les diferencia claramente de quienes no viven de la misma manera. Así hacen
el fariseo en la sinagoga y el hijo mayor en la parábola del «padre misericordioso»,
conocida también como «parábola del hijo pródigo». Su mal no es «ser buenos», su
mal es pensar que su ser buenos depende de ellos y de su esfuerzo, y de que a Dios
se le merece más que se le agradece. Y para que nadie se crea mejor que los demás,
está clara la prohibición que Jesús hace a sus discípulos: «No juzguéis» (Lucas 6, 36).
Es importante cuidar la imagen de Dios que transmitimos a nuestros
hijos. En definitiva, transmitimos lo que vivimos. La imagen de un Dios misericordioso,
que acoge siempre (aunque también propone y exige) es más fiel al Evangelio que
la visión de una especie de dios mercader, que intercambia amor por comportamiento
humano. El publicano, el malo en la parábola (Lucas 18,9- 14), poco puede ofrecer
a su Señor más allá del reconocimiento de su propia miseria y de la grandeza de
Dios; pero es quien se marcha verdaderamente «justificado».
3. La respuesta.
“Claro que sí, Rubén, claro
que te quiere. Todos somos sus hijos, y nos quiere a todos por igual. Eso no significa
que le dé igual lo que hagamos, porque Él quiere lo mejor para nosotros. Pero siempre
nos mira con todo su cariño. Y es su cariño el que nos puede cambiar. Sentir que
alguien te quiere es lo que más impulsa a ser tú también bueno.
Dios es mucho mejor padre
que nosotros. Muchas veces nos enfadamos tanto que parece que no te queremos. Pero
no te equivoques: también mamá y papá te quieren siempre, aún cuando hayas hecho
algo malo y te regañen. Perdónanos cada vez que no sepamos demostrártelo.”
Dichas estas palabras, sus padres abrazan en silencio a su hijo
Rubén, lo estrechan en silencio. Quizás al realizar este gesto el corazón les dicte
algo en el momento vervalizándolo en susurro al oído de su hijo.
Revista “Catequistas” nº190, Octubre 2008