sábado, 11 de agosto de 2012

¿Dios también me quiere a mí?


1. La situación.
Rubén es un niño un poco complicado, con un ca­rácter desafiante para con los que lo rodean. A pesar de que sus padres trabajan la relación con mucho cuidado, no pueden evitar que en alguna ocasión se les escapen comentarios negativos sobre su hijo. En algunas ocasiones eso le hace reflexionar, y du­rante un rato intenta ga­narse de nuevo el aprecio de sus padres. En uno de esos momentos, recor­dando lo que habían tra­bajado en la catequesis sobre el amor que Dios Padre nos tiene, le surgió una gran duda: “¿Dios me querrá también a mí?” Y se la planteó a sus padres.

2. Las pistas.
Algunos viven su relación con Dios de forma muy parecida a los fariseos del tiempo de jesús: casi identi­fican la religión con la moral. Portarse bien, ser legales sería sinónimo de ser bue­nas personas religiosamente hablando. Esta postura tiene riesgos: creer que tanto la salvación como el amor de Dios dependen de nuestros méritos. Dicho de otra ma­nera: pensar que Dios nos quiere porque somos bue­nos. Podemos llegar a cam­biar la imagen de Dios, que nos ofrece siempre y a todos su amor gratuito, por la de un dios que quiere a los buenos y menosprecia a los malos.
Nada más lejos de la ima­gen de Dios que nos ofrece su hijo Jesús. Los textos bí­blicos están llenos de refe­rencias a un Dios realmente “lento a la ira y rico en pie­dad y misericordia” (Éxodo 34,6), que no ha venido «a salvar a los justos, sino a los pecadores» (Mateo 9,13), al igual que no necesitan mé­dicos los sanos, sino los en­fermos (Lucas 5,31). El con­junto de parábolas de la misericordia (la oveja per­dida y el hijo pródigo, Lucas 15), así como la historia del fariseo y el publicano en la sinagoga (Lucas 18,9-14) son un buen ejemplo de lo que estamos hablando.

2.1. Justos y pecadores.
No se trata de que quienes viven su vida conforme a la moral estén más cerca de Dios. El problema lo tienen si viven esta situación de una forma «farisea», es decir, con la convicción de que es eso lo que «compra» el amor de Dios, y lo que les diferencia claramente de quienes no vi­ven de la misma manera. Así hacen el fariseo en la sina­goga y el hijo mayor en la parábola del «padre miseri­cordioso», conocida tam­bién como «parábola del hijo pródigo». Su mal no es «ser buenos», su mal es pensar que su ser buenos depende de ellos y de su es­fuerzo, y de que a Dios se le merece más que se le agra­dece. Y para que nadie se crea mejor que los demás, está clara la prohibición que Jesús hace a sus discípulos: «No juzguéis» (Lucas 6, 36).

Es importante cuidar la ima­gen de Dios que transmiti­mos a nuestros hijos. En de­finitiva, transmitimos lo que vivimos. La imagen de un Dios misericordioso, que acoge siempre (aunque tam­bién propone y exige) es más fiel al Evangelio que la visión de una especie de dios mer­cader, que intercambia amor por comportamiento hu­mano. El publicano, el malo en la parábola (Lucas 18,9- 14), poco puede ofrecer a su Señor más allá del reconoci­miento de su propia miseria y de la grandeza de Dios; pero es quien se marcha verdade­ramente «justificado».

3. La respuesta.
“Claro que sí, Rubén, claro que te quiere. Todos somos sus hijos, y nos quiere a to­dos por igual. Eso no signi­fica que le dé igual lo que hagamos, porque Él quiere lo mejor para nosotros. Pero siempre nos mira con todo su cariño. Y es su cariño el que nos puede cambiar. Sentir que alguien te quiere es lo que más impulsa a ser tú también bueno.
Dios es mucho mejor padre que nosotros. Muchas veces nos enfadamos tanto que pa­rece que no te queremos. Pero no te equivoques: tam­bién mamá y papá te quie­ren siempre, aún cuando ha­yas hecho algo malo y te regañen. Perdónanos cada vez que no sepamos demos­trártelo.”

Dichas estas palabras, sus padres abrazan en silen­cio a su hijo Rubén, lo es­trechan en silencio. Quizás al realizar este gesto el corazón les dicte algo en el momento vervalizándolo en susurro al oído de su hijo.
 Revista “Catequistas” nº190, Octubre 2008