La Iglesia no ha
afirmado nunca de nadie en concreto que esté condenado. A lo largo de los
siglos ha canonizado y beatificado miles de fieles, hombres y mujeres,
sacerdotes y casados, laicos y consagrados, jóvenes y adultos, e incluso niños…
Pero de nadie ha dicho que se haya condenado.
Es cierto que hay
que evitar la idea equivocada de que nadie se condena. El Nuevo Testamento está
lleno de advertencias muy serias e insistentes, que avisan del riesgo de una
condenación eterna. Dios propiamente no condena a nadie. Por el contrario, ha
llegado a entregar a su Hijo para que todos se salven y nadie perezca (Jn
3,16-17). Pero el hombre puede rechazar el amor y la vida que Dios le ofrece y
deslizarse por el camino de la perdición (Jn 3,36; 12,47-48).
De los signos
externos no podemos concluir nada. El corazón de cada ser humano es un misterio
al que sólo Dios tiene acceso. Y siempre cabe el arrepentimiento en el último
instante. Por eso la Iglesia no condena a nadie. Ni siquiera a Judas.
La vida de este
hombre resulta sorprendente. Es uno de los doce que Jesús elige «para que estuvieran con Él y enviarlos a
predicar con poder para expulsar demonios» (Mc 3,14-15). Por tanto, es uno
de los predilectos, escogido de entre la multitud de discípulos y seguidores de
Jesús. Durante tres años ha sido testigo ocular de sus milagros, ha escuchado
sus confidencias, ha comprobado el entusiasmo y la alegría con que la gente
seguía y aclamaba al rabí de Nazaret…
Y sin embargo…
¿Qué ha ocurrido en el corazón de Judas para llegar a traicionar a Jesús?
Algunos suponen que había quedado defraudado de que quien él consideraba mesías
no aniquilase a los enemigos de Israel ni liberara al pueblo del dominio
romano. San Juan nos dice que era ladrón y amigo del dinero (Jn 12,4-6).
En todo caso,
quien ha estado tan cerca de la Luz parece haberse cerrado a ella. Es
significativo el comentario del evangelista Juan cuando Judas sale del cenáculo
para entregar a Jesús: «Era de noche»
(Jn 13,30). La expresión no se refiere sólo a la hora en que partió, sino a la
situación del alma de Judas: «Es vuestra
hora y la del poder de las tinieblas» (Lc 22,53).
A pesar de todo, hay que reconocer que la acción de Judas es en sí
menos grave que la de Pedro. Al fin y al cabo, lo único que hizo Judas fue
facilitar el prendimiento de Jesús por parte de los guardias del Sanedrín en un
momento en que no hubiera gente, para evitar que se produjera un tumulto entre
sus discípulos y seguidores. Y ello a cambio de unas miserables monedas…
En cambio Pedro
negó a Jesús, afirmó que no le conocía, que no tenía nada que ver con Él. Y lo
hizo insistentemente y hasta perjurando.
Pero Pedro quedó
desarmado ante la mirada de Jesús. Lloró amargamente y se arrepintió profundamente
de su pecado. Y después de la resurrección reparó su pecado con un triple e
intenso acto de amor, que le llevaría a acabar entregando la vida por fidelidad
a su Maestro.
Judas también
reconoció que había obrado mal. Pero huyó de la presencia y de la mirada de ese
Jesús que estaba pidiendo perdón para sus asesinos (Lc 23,34). Se encerró en sí
mismo. No se perdonó a sí mismo. Se mantuvo en la noche y en las tinieblas. No
se abrió al único que podía salvarle de sí mismo. Se encerró en la
desesperación.
(Textos bíblicos: Mc 3,13-19; 14,17-21; Jn 12,4-6; 13,21-30; Lc
22,1-6.47-48; Mt 27,3-5)
ALONSO AMPUERO, J.: "Personajes bíblicos"