El Papa Juan Pablo II, en 1997, se pronunció sobre esta controversia
teológica manifestando que la Madre de Jesús sí murió, y que, por lo tanto,
debió experimentar en su propia carne el drama de la muerte, como toda criatura
humana.
El Papa justificó su afirmación por tres motivos.
El primero, porque toda la tradición de la Iglesia
ha sostenido siempre que María fue llevada al cielo después de morir. En
efecto, desde los primeros siglos cristianos, encontramos a figuras de renombre
como san Epifanio, san Ambrosio, san Jerónimo, san Agustín, san Juan Damasceno,
san Anselmo, Santo Tomás de Aquino, san Alberto Magno, san Bernardino de Siena,
y una larguísima lista de escritores eclesiásticos, que sostienen, de una
manera clara y terminante, la muerte de la Virgen.
En segundo lugar, porque pensar que la Virgen no
murió es otorgarle un privilegio que la colocaría por encima de su propio Hijo,
ya que Jesucristo tampoco tuvo pecado, y sin embargo, murió. ¿Cómo, pues, no va
a morir María?
En tercer lugar, para resucitar es necesario antes
morir. Sin la muerte previa es imposible la resurrección. Ahora bien, si María
no hubiese muerto ¿cómo habría podido resucitar? ¿Cómo habría podido ir al
encuentro de su Hijo y de todos los santos que primero murieron y luego
resucitaron?
Por todo ello, María de Nazaret, concluye el Papa, sí murió a pesar de no haber tenido pecado.
Por todo ello, María de Nazaret, concluye el Papa, sí murió a pesar de no haber tenido pecado.