martes, 28 de agosto de 2012

Oración a Cristo


Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
¡Oh, buen Jesús!, óyeme.
Dentro de tus llagas, escóndeme.
No permitas que me aparte de Ti.
Del enemigo, defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame.
Y mándame ir a Ti.
Para que con tus santos te alabe.
Por los siglos de los siglos. Amén.
San Ignacio de Loyola

domingo, 26 de agosto de 2012

Soy invisible



No sé a cómo estamos. En esta casa no hay calendarios y en mi memoria los hechos están hechos una maraña. Me acuerdo de aquellos calendarios grandes, unos primores, ilustrados con imágenes de los santos, que colgábamos al lado del tocador. pero ya no hay nada de eso, todas las cosas antiguas han ido  desapareciendo. Y yo, yo también me fui borrando sin que nadie  se diera cuenta.
Primero me cambiaron de alcoba, pues la familia creció. Después me pasaron a otra más pequeña aún, acompañada de mis biznietas. Ahora ocupo el desván, el que está en el patio de atrás. Prometieron cambiarle el vidrio roto de la ventana, pero se les olvidó, y todas las noches por allí se cuela un airecito helado que aumenta mis dolores reumáticos.
Desde hace mucho tiempo tenía intenciones de escribir, pero me pasaba semanas buscando un lápiz y, cuando al fin lo encontraba, yo misma volvía a olvidar dónde lo había puesto. A mis años, las cosas se pierden fácilmente; claro que es una enfermedad de ellas, de las cosas, porque estoy segura de tenerlas, pero siempre se desaparecen.
La otra tarde caí en cuenta de que  mi voz también ha desaparecido. Cuando les hablo a mis nietos o a mis hijos, no me contestan. Todos hablan sin mirarme, como si yo no estuviera con ellos escuchando atenta lo que dicen. A veces intervengo en la conversación, segura de que lo que voy a decirles no se le ha ocurrido a ninguno y les van a servir de mucho mis consejos. Pero no me oyen, no me miran, no me responden. Entonces llena de tristeza, me retiro a mi cuarto antes de terminar de tomar la taza de café. Lo hago así, de pronto, para que comprendan que estoy enojada, para que se den cuenta que me han ofendido y vengan a buscarme y me pidan perdón. Pero nadie viene.
El otro día les dije que cuando me muriera entonces sí me iban a extrañar. El nieto más pequeño dijo: "¿Y es que estás viva, abuela?..."
Les cayó tan en gracia, que no paraban de reír. Tres días estuve llorando en mi cuarto, hasta que una mañana entró uno de los muchachos a sacar unas llantas viejas y ni los buenos días me dio.
Fue entonces cuando me convencí de que soy invisible, me paro en medio de la sala para ver si aunque sea estorbo, me miran, pero mi hija sigue barriendo sin tocarme, los niños corren a mi alrededor, de uno a otro lado, sin tropezar conmigo.
Cuando mi yerno se enfermó, tuve la oportunidad de serle útil; le llevé un té especial que yo misma preparé. Se lo puse en la mesita y me senté a esperar que se lo tomara. Sólo que estaba viendo televisión y ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia. El té poco a poco se fue enfriando. Mi corazón también.
Un viernes se alborotaron los niños y me vinieron a decir que al día siguiente nos iríamos todos el día de campo. Me puse muy  contenta. ¡Hacía tanto tiempo que no salía y menos al campo! El sábado fui la primera en levantarme. Quise arreglar las cosas con calma. Los viejos nos tardamos mucho en hacer cualquier cosa, así que me tomé mi tiempo para no retrasarlos. Al rato entraban y salían de la casa corriendo y echaban las bolsas y juguetes al carro. Yo ya estaba lista y muy alegre me paré en el zaguán a esperarlos.
            Cuando arrancaron y el auto desapareció envuelto en bullicio, comprendí que yo no estaba invitada, tal vez porque no cabía en el auto o porque mis pasos tan lentos impedirían que todos los demás corretearan a su gusto por el bosque. Sentí clarito cómo mi corazón se encogió, la barbilla me temblaba como cuando uno no aguanta las ganas de llorar.
 Vivo con mi familia y cada día me hago más vieja, pero cosa curiosa, ya no cumplo años. Nadie lo recuerda. Todos están tan ocupados...Yo los entiendo, ellos sí hacen cosas importantes. Ríen, gritan, sueñan, lloran, se abrazan, se besan. Y yo no sé a que saben los besos. Antes besuqueaba a los chiquitos; era un gusto enrome el que me daba tenerlos en mis brazos, como si fueran míos. Sentía su piel tiernita y su respiración dulzona muy cerca de mí. La vida nueva se me metía como un soplo y hasta me daba por cantar canciones de cuna que nunca creí recordar. Pero un día mi nieta Laura, que acababa de tener un bebé, dijo que no era bueno que los ancianos besaran a los niños, por cuestiones de salud. Ya no me acerqué más, no fuera a ser que les pasara algo malo por mis imprudencias. ¡Tengo tanto miedo de contagiarlos!
Yo los bendigo a todos y les perdono, porque: ¿Qué culpa tienen los pobres de que yo me haya vuelto invisible?.
SI TIENES UN SER INVISIBLE EN CASA DISFRÚTALO Y HAZLE SABER QUE LO VES, QUE LO QUIERES, QUE LO TOMAS EN CUENTA Y QUE TE IMPORTA.

¿Cuándo subió Jesucristo a los cielos?


Los cuatro Evangelios revelan que la resurrección y la ascensión ocurrieron el mismo día.
San Marcos, por ejemplo, describe a Jesús subiendo al cielo el mismo día de Pascua (16,19).

También san Lucas dice que la resurrección de Jesús (24,3), la aparición a los discípulos de Emaús (v. 13), a san Pedro (v. 34), a todos los apóstoles (v. 36), la despedida (v.44), y la ascensión (v. 51), ocurrieron el mismo día de Pascua. Incluso cuando Jesús se le aparece a los discípulos de Emaús, les dice que el Mesías ya ha entrado "en la gloria" (24,26).


En san Mateo, cuando Jesús aparece a los apóstoles, les dice: "Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra" (28,18), con lo cual da a entender que ya ha tenido lugar la ascensión.


Y en san Juan, al describir la "aparición" a María Magdalena el domingo de Pascua, Jesús le dice a ella: "Anda y di a mis hermanos que me voy con mi Padre y vuestro Padre, con mi Dios y vuestro Dios" (20,17). O sea que describe la ascensión ocurriendo el mismo día de la resurrección.

La Virgen María, ¿murió o no murió?


El Papa Juan Pablo II, en 1997, se pronunció sobre esta controversia teológica manifestando que la Madre de Jesús sí murió, y que, por lo tanto, debió experimentar en su propia carne el drama de la muerte, como toda criatura humana.
El Papa justificó su afirmación por tres motivos.
El primero, porque toda la tradición de la Iglesia ha sostenido siempre que María fue llevada al cielo después de morir. En efecto, desde los primeros siglos cristianos, encontramos a figuras de renombre como san Epifanio, san Ambrosio, san Jerónimo, san Agustín, san Juan Damasceno, san Anselmo, Santo Tomás de Aquino, san Alberto Magno, san Bernardino de Siena, y una larguísima lista de escritores eclesiásticos, que sostienen, de una manera clara y terminante, la muerte de la Virgen.
En segundo lugar, porque pensar que la Virgen no murió es otorgarle un privilegio que la colocaría por encima de su propio Hijo, ya que Jesucristo tampoco tuvo pecado, y sin embargo, murió. ¿Cómo, pues, no va a morir María?
En tercer lugar, para resucitar es necesario antes morir. Sin la muerte previa es imposible la resurrección. Ahora bien, si María no hubiese muerto ¿cómo habría podido resucitar? ¿Cómo habría podido ir al encuentro de su Hijo y de todos los santos que primero murieron y luego resucitaron?

Por todo ello, María de Nazaret, concluye el Papa, sí murió a pesar de no haber tenido pecado.

¿Por qué permite Dios los males y la muerte?


Antes del desarrollo de las ciencias la gente pensaba que todo lo bueno y lo malo procedían de Dios y seguían ignorándose las causas naturales de los fenómenos que sucedían: Dios liberó a su pueblo de la esclavitud, dio de beber a su pueblo en el desierto, mandó el diluvio universal, destruyó la ciudad de Sodoma y Gomorra, convirtió en estatua de sal a la pobre mujer de Lot, etc.
Pues, cuando llegó Jesús aportó una idea nunca oída hasta el momento: enseñó que Dios no manda males a nadie; ni a los justos ni a los pecadores. Él sólo manda el bien.

Para demostrarlo, adoptó una metodología sumamente eficaz. Comenzó a curar a todos los enfermos que le traían. Y les explicaba que lo hacía en nombre de Dios. De este modo anunció la buena noticia de que Dios no quiere la enfermedad de nadie, y que si alguien se enfermaba, no era porque él lo hubiera permitido. Igual actitud asumió frente a la muerte: No decía jamás, dejadlo muerto, porque es la voluntad de Dios. Al contrario, lo resucitaba inmediatamente para enseñar que Dios no mandaba la muerte, ni la quería. Dios es un Dios de vida y no de muerte, decía Jesús (cf Mc 12,27). Dios da la vida, nunca la quita.


¿De dónde proceden, entonces, tantas desgracias y enfermedades imprevistas?

Del mal uso de la libertad humana.
En efecto, somos nosotros los que contaminamos el agua que bebemos, el aire que respiramos, los alimentos que ingerimos, la tierra en que vivimos, y de esta manera producimos graves trastornos en los seres humanos, incluyendo a los niños que se están gestando. Pero la mentalidad primitiva que tenemos, propia del Antiguo Testamento, nos lleva a responsabilizar a Dios. Dios no es culpable del mal en el mundo ni de la muerte, él es bondadoso y es amor.