Hablar de Dios significa, ante todo, tener claro
lo que debemos llevar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo: no un Dios
abstracto, una hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha
entrado en la historia y que está presente en la historia; el Dios de
Jesucristo como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y del cómo
vivir. Por lo tanto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y con
su Evangelio, supone nuestro conocimiento personal y real de Dios y una fuerte
pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito, sino
de acuerdo con el método de Dios mismo. El método de Dios es el de la humildad
--Dios se ha hecho uno de nosotros--, es el método de la Encarnación en la
simple casa de Nazaret y en la gruta de Belén, como aquello de la parábola del
grano de mostaza. No debemos temer a la humildad de los pequeños pasos y
confiar en la levadura que penetra en la masa y poco a poco la hace crecer (cf.
Mt. 13,33). Al hablar de Dios, en la obra de la evangelización, bajo la guía
del Espíritu Santo, necesitamos una recuperación de la simplicidad, un retorno a
lo esencial del anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real y concreto, un
Dios que se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se acerca a nosotros en
Jesucristo hasta la cruz, y que en la resurrección nos da la esperanza y nos
abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna, la vida verdadera.
Benedicto XVI