Bajó a los
infiernos: he aquí la verdad de nuestra hora, la bajada de Dios al silencio, al oscuro silencio de la ausencia. El artículo de la
fe en el descendimiento a los infiernos nos recuerda que la revelación
cristiana habla
del Dios que dialoga, pero también del Dios que calla. Dios no es sólo la
palabra comprensible; es también el motivo silencioso,
inaccesible, incomprendido e incomprensible que se
nos escapa.
Sabemos que en lo cristiano se da el primado del Logos, de la palabra sobre el
silencio: Dios ha hablado, Dios es palabra, pero con eso
no hemos de olvidar la verdad del ocultamiento
permanente de Dios.
“Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?”. (Mc 15,34). Estas palabras
eran el comienzo de una oración israelita (Sal 22,2) en la
que se expresaba
la angustia y esperanza del pueblo elegido por Dios y ahora, al parecer,
abandonado
completamente por Él.
Sabemos que la palabra “infierno” es la
falsa traducción
de sheol (en griego hades) con el que los hebreos
designaban el estado de ultratumba. La frase
originalmente sólo significaba que Jesús entró en el
sheol, es decir, que
murió.
En el grito de Jesús en la cruz, lo mismo que en
la escena del huerto de los olivos, la médula de la pasión no es
el dolor físico, sino la soledad radical, el completo abandono. A la postre su
ser más íntimo está solo. Esta soledad universal, que
es, sin embargo, la verdadera situación en que se halla
el hombre, supone
la contradicción más profunda con su simple compañía.
Ilustremos esto con un ejemplo: Supongamos que
un niño tiene que atravesar un bosque en una noche oscura.
Tendrá mucho miedo aunque alguien le haya demostrado que no hay nada que
temer, que nada
le puede infundir temor. Cuando se encuentre solo en medio de la oscuridad,
cuando sienta la
soledad radical, surgirá el miedo, el auténtico miedo humano, que no es miedo
de algo
sino de sí mismo. El miedo ante una cosa es fundamentalmente inofensivo,
puede ser desterrado huyendo del objeto que
infunde el miedo; por ejemplo, cuando se tiene miedo de un perro rabioso, todo
se arregla
atando al perro. Pero aquí nos encontramos con algo mucho más profundo; en su
última soledad el hombre no teme algo determinado de
lo que pueda huir, por el contrario, siente el miedo
de la soledad, de
la inquietud, de la inseguridad de su propio ser, que él no puede superar
racionalmente.
Tomemos otro ejemplo: supongamos que alguien tiene que pasar la noche en vela
ante un cadáver;
su situación le puede parecer inquietante, aun cuando puede convencerse a sí
mismo de que todo
ese miedo carece de sentido. Sabe muy bien que el muerto no puede dañarle,
que su situación
sería quizá más peligrosa si esa persona viviese. Aquí surge una clase de miedo
completamente
distinta; no es miedo de algo, sino miedo de estar solo con la muerte, miedo de
la soledad
en sí misma, miedo de la inseguridad de la existencia.
Ahora preguntamos: ¿cómo puede superarse ese
miedo si cae por tierra la prueba que intenta demostrar que es
absurdo? El niño perderá el miedo en el momento en que una mano lo coja y lo
guíe, cuando
alguien le hable; es decir, perderá el miedo en el momento en que sienta la
coexistencia de una persona que le ama. Igualmente, el que vela a un muerto
perderá el miedo cuando otra persona esté con él, cuando sienta la
cercaní a de un tú. En esta superación del miedo se revela
una vez más su
esencia: es el miedo de la soledad, de la angustia de un ser que sólo puede
vivir con lo demás. El auténtico miedo del hombre que no
puede vencerse mediante la razón, sino mediante la
presencia de una
persona que lo ama.
Ahora podemos definir el
preciso significado de la palabra: indica la soledad que comporta la
inseguridad de la existencia. En lo más
profundo de nuestra existencia mora el infierno, la
desesperación, la soledad inevitable y terrible.
Existe la noche en cuyo abandono no penetra
ninguna voz; existe una puerta, la puerta de la muerte por la que
pasamos individualmente. Todo el miedo del mundo es en
último término el
miedo de esa soledad; ahora comprendemos por qué el Antiguo Testamento
designa con la
misma palabra, sheol, tanto el infierno como la muerte: a fin de cuentas son lo
mismo. La muerte
es la auténtica soledad, la soledad en la que no puede penetrar el amor: el
infierno.
La puerta de la muerte está abierta, desde que
en la muerte mora la vida, el amor...
Joseph Ratzinger