lunes, 5 de noviembre de 2012

El globo



Manuel Lardín tenía los pulmones deshechos. La mina no perdona a quien le perfora las entrañas para ganarse la vida. Debido a la enfermedad lo habían jubilado. Así que llenó con nuevas ocupaciones el día. Por las tardes tras recoger a su nieto Francisco de la escuela, daban un paseo. El pequeño le preguntaba las cosas más inverosímiles; y ante sus respuestas fantásticas, el nieto lo miraba como desconcertado. Se producía entonces un instante de silencio que acababa rompiéndose con las risas de ambos: "No me gastes esas bromas, abuelo". Terminaban el paseo comprando un globo. El abuelo lo hinchaba a cambio del silencio del niño; pues por su enfermedad tenía prohibido forzar los pulmones. Pero si a la mina entregó su salud cómo iba a negarse con el nieto.
                Cuando María, la mujer de Manuel, los veía entrar con el globo, se desesperaba: "No tienes arreglo Manuel, cualquier día te quedas en el sitio". "Lo he hinchado yo", saltaba Francisco en defensa de su abuelo. María no hablaba por hablar, sabía bien lo que podía ocurrir si continuaba obstinadamente hinchando globos al nieto. Y una tarde ocurrió. Después de vaciar el último aire de sus pulmones en el globo, no le quedó aliento para subir las escaleras. María al abrir la puerta y ver solo y asustado al niño, no necesitó mayores explicaciones.
                Francisco no quiso ningún globo más. A partir de entonces, siempre salía de paseo con el último globo hinchado por su abuelo. Mientras fue pequeño esta costumbre levantaba la compasión de la gente. Pero se convirtió en burla al llegar Francisco a la juventud; así que fue alejando sus paseos hasta un río de las afueras.
Mientras paseaba por el río, una tarde oyó gritos de auxilio. Corrió y vio cómo una cabeza se hundía bajo el agua. Sin pensarlo se lanzó y buceando encontró en el fondo a la persona. Quitó entonces el nudo al globo que siempre le acompañaba y lo introdujo en la boca del moribundo. Apretando con fuerza le llenó los pulmones con el último aire del abuelo Lardín.

Gracias, Dios mío, por todas las personas buenas que has puesto en mi camino y que, cuando me falta el aire, cuando me faltan fuerzas y alegría, son capaces de llenar mi corazón.