viernes, 9 de noviembre de 2012

Dios es compasión



El acuerdo es hoy prácticamente unánime. Jesús de Nazaret ha sido un hombre, tal vez el único, que ha vivido y comunicado una experiencia sana de Dios, sin desfigurarla con los miedos, ambiciones y fantasmas que, de ordinario, proyectan las diversas religiones sobre la divinidad.
            Jesús no habla nunca de un Dios indiferente o lejano, olvidado de sus criaturas o interesado por su honor, su gloria o sus derechos. En el centro de su experiencia religiosa no nos encontramos con un Dios «legislador» intentando gobernar el mundo por medio de leyes ni con un Dios «justiciero», irritado o airado ante el pecado de sus hijos. Para Jesús, Dios es compasión. «Entrañas», diría él, «rahamim». Esta es su imagen preferida. La compasión es el modo de ser de Dios, su primera reacción ante sus criaturas, su manera de ver la vida y de mirar a las personas, lo que mueve y dirige toda su actuación. Dios siente hacia sus criaturas lo que una madre siente hacia el hijo que lleva en su vientre. Dios nos lleva en sus entrañas.
            Las parábolas más bellas que salieron de labios de Jesús y, sin duda, las que más trabajó en su corazón fueron las que narró para hacer intuir a todos la increíble misericordia de Dios.
            La más cautivadora es, tal vez, la del padre bueno (Lc 15, 11-32). Los que la escucharon por vez primera quedaron sin duda sorprendidos. No era esto lo que se les oía a los escribas o a los sacerdotes. ¿Será Dios así? Como un padre que no se guarda para sí su herencia, que no anda obsesionado por la moralidad de sus hijos, que espera siempre a los perdidos, que «estando todavía lejos» ve a su hijo, se le «conmueven las entrañas», pierde el control, echa a correr, le abraza y le besa efusivamente como una madre, interrumpe su confesión para ahorrarle más humillaciones y le restaura como hijo. ¿Será ésta la mejor metáfora de Dios: un padre conmovido hasta sus entrañas, acogiendo a sus hijos perdidos y suplicando a los hermanos a acogerlos con el mismo cariño? ¿Será Dios un padre que busca conducir la historia de los hombres hasta una fiesta final donde se celebre la vida y la liberación de todo lo que esclaviza y degrada al ser humano? Jesús habla de un banquete abundante, habla de música y de baile, de hijos perdidos que despiertan la compasión del padre, de hermanos invitados a acogerse. ¿Será éste el secreto último de la vida? ¿Será esto el reino de Dios?
            Jesús contó en otra ocasión una parábola sorprendente y provocativa sobre el dueño de una viña que quería trabajo y pan para todos (Mt 20, 1-15). Contrató a diversos grupos de trabajadores. A los primeros a las seis de la mañana, luego hacia las nueve, más tarde a las doce del mediodía, a las tres de la tarde e incluso a las cinco, cuando sólo faltaba una hora para terminar la jornada. Sorprendentemente, a todos les pagó un denario: lo que se necesitaba para vivir durante un día. Este hombre no piensa en los méritos de unos y otros, sino en que todos puedan cenar esa noche con sus familias. Cuando los primeros protestan, ésta es su respuesta: «¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera con lo mío? ¿O tenéis que ver con malos ojos que sea bueno?». El desconcierto tuvo que ser general. ¿Qué estaba sugiriendo Jesús? ¿Es que para Dios no cuentan los méritos? ¿Es que Dios no funciona con los criterios que nosotros manejamos? Esta manera de entender la bondad de Dios, ¿no rompe todos nuestros esquemas religiosos? ¿Qué dirían los maestros de la Ley y qué pueden decir los moralistas de hoy? ¿Será verdad que, desde sus entrañas de misericordia, Dios, más que fijarse en nuestros méritos, está mirando cómo responder a nuestras necesidades? ¿Será tan bueno?. Es un error llamarla parábola de «los obreros de la viña». El verdadero protagonista es el propietario de la viña. La podemos llamar parábola del «contratador bueno» o del «patrono que quería pan para todos».
            En el recuerdo de sus seguidores quedó grabada otra parábola desconcertante sobre un fariseo y un recaudador que subieron al Templo a orar (Lc 18, 10-14a.). El fariseo reza de pie y seguro. Su conciencia no le acusa de nada. Cumple fielmente la Ley y la sobrepasa. No es hipócrita. Dice la verdad. Por eso da gracias a Dios. Si este hombre no es santo, ¿quién va a ser? Seguro que cuenta con la bendición de Dios. El recaudador se retira a un rincón. No se atreve ni a elevar sus ojos del suelo. Sabe que es pecador, pero no puede cambiar de vida. Ése es su problema. Por eso, no promete nada. No puede dejar su trabajo ni devolver lo que ha robado. Sólo le queda abandonarse a la misericordia de Dios: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador». Nadie querría estar en su lugar. Dios no puede aprobar su conducta. Inesperadamente, Jesús concluye su parábola con esta afirmación: «Yo os digo que este recaudador bajó a su casa justificado, y aquel fariseo no». Jesús los pilla a todos por sorpresa. De pronto les abre a un mundo nuevo que rompe todos sus esquemas. ¿Cómo puede Dios no reconocer al piadoso y, por el contrario, conceder su bendición al pecador? ¿Será que, al final, todos nos hemos de abandonar a su misericordia? ¿Será verdad que lo decisivo no es la práctica religiosa de uno, sino la misericordia insondable de Dios? ¿Será Dios un misterio increíble de compasión que sólo actúa movido por su ternura hacia quienes se confían a Él?
Pagola, J.A.