El acuerdo es hoy prácticamente unánime. Jesús de Nazaret ha sido
un hombre, tal
vez el único, que ha vivido y comunicado una experiencia
sana de Dios, sin
desfigurarla con los miedos, ambiciones y fantasmas
que, de
ordinario, proyectan las diversas religiones sobre la divinidad.
Jesús no habla
nunca de un Dios indiferente o lejano, olvidado de
sus criaturas o
interesado por su honor, su gloria o sus derechos. En el
centro de su
experiencia religiosa no nos encontramos con un Dios
«legislador»
intentando gobernar el mundo por medio de leyes ni con un
Dios
«justiciero», irritado o airado ante el pecado de sus hijos. Para
Jesús, Dios es
compasión. «Entrañas», diría él, «rahamim». Esta es su
imagen preferida.
La compasión es el modo de ser de Dios, su primera
reacción ante sus
criaturas, su manera de ver la vida y de mirar a las
personas, lo que
mueve y dirige toda su actuación. Dios siente hacia sus
criaturas lo que
una madre siente hacia el hijo que lleva en su vientre.
Dios nos lleva en
sus entrañas.
Las parábolas más
bellas que salieron de labios de Jesús y, sin duda, las que más
trabajó en su corazón fueron las que narró para hacer
intuir a todos la
increíble misericordia de Dios.
La más
cautivadora es, tal vez, la del padre bueno (Lc 15, 11-32). Los que la
escucharon por
vez primera quedaron sin duda sorprendidos. No era esto
lo que se les oía
a los escribas o a los sacerdotes. ¿Será Dios así? Como
un padre que no
se guarda para sí su herencia, que no anda obsesionado
por la moralidad
de sus hijos, que espera siempre a los perdidos, que
«estando
todavía lejos» ve a su hijo, se le «conmueven las entrañas»,
pierde el
control, echa a correr, le abraza y le besa efusivamente como
una madre,
interrumpe su confesión para ahorrarle más humillaciones y le restaura como
hijo. ¿Será ésta la mejor metáfora de Dios: un padre
conmovido hasta
sus entrañas, acogiendo a sus hijos perdidos y suplicando a los
hermanos a acogerlos con el mismo cariño? ¿Será Dios
un padre que
busca conducir la historia de los hombres hasta una fiesta
final donde se
celebre la vida y la liberación de todo lo que esclaviza y
degrada al ser
humano? Jesús habla de un banquete abundante, habla de
música y de
baile, de hijos perdidos que despiertan la compasión del
padre, de
hermanos invitados a acogerse. ¿Será éste el secreto último de
la vida? ¿Será
esto el reino de Dios?
Jesús contó en
otra ocasión una parábola sorprendente y provocativa sobre
el dueño de una viña que quería trabajo y pan para
todos (Mt 20,
1-15). Contrató a diversos grupos de trabajadores. A los primeros a las
seis de la
mañana, luego hacia las nueve, más tarde a las doce del
mediodía, a las
tres de la tarde e incluso a las cinco, cuando sólo faltaba
una hora para
terminar la jornada. Sorprendentemente, a todos les pagó
un denario: lo
que se necesitaba para vivir durante un día. Este hombre
no piensa en los
méritos de unos y otros, sino en que todos puedan cenar
esa noche con sus
familias. Cuando los primeros protestan, ésta es su
respuesta: «¿Es
que no tengo libertad para hacer lo que quiera con lo
mío?
¿O tenéis que ver con malos ojos que sea bueno?». El
desconcierto tuvo que ser general. ¿Qué estaba sugiriendo
Jesús? ¿Es que para Dios no cuentan los méritos? ¿Es que Dios no
funciona con los criterios que nosotros manejamos? Esta manera de entender la
bondad de Dios, ¿no rompe todos nuestros esquemas religiosos? ¿Qué
dirían los maestros de la Ley y qué pueden decir los moralistas de
hoy? ¿Será verdad que, desde sus entrañas de misericordia, Dios, más
que fijarse en nuestros méritos, está mirando cómo responder a
nuestras necesidades? ¿Será tan bueno?. Es un error llamarla parábola de «los
obreros de la viña». El verdadero protagonista es
el propietario de la viña. La podemos llamar parábola del «contratador bueno»
o del «patrono que quería pan para todos».
En el recuerdo de
sus seguidores quedó grabada otra parábola desconcertante
sobre un fariseo y un recaudador que subieron al Templo
a orar (Lc 18,
10-14a.). El fariseo reza de pie y seguro. Su conciencia no le acusa de
nada. Cumple
fielmente la Ley y la sobrepasa. No es hipócrita. Dice la
verdad. Por eso
da gracias a Dios. Si este hombre no es santo, ¿quién va
a ser? Seguro que
cuenta con la bendición de Dios. El recaudador se retira a un
rincón. No se atreve ni a elevar sus ojos del suelo. Sabe que
es pecador, pero
no puede cambiar de vida. Ése es su problema. Por eso,
no promete nada.
No puede dejar su trabajo ni devolver lo que ha robado.
Sólo le queda
abandonarse a la misericordia de Dios: «Oh Dios, ten
compasión
de mí, que soy pecador». Nadie querría estar en su lugar. Dios no puede
aprobar su conducta. Inesperadamente, Jesús concluye su
parábola con esta
afirmación: «Yo os digo que este recaudador bajó a su
casa
justificado, y aquel fariseo no». Jesús los pilla a todos por sorpresa.
De pronto les
abre a un mundo nuevo que rompe todos sus esquemas.
¿Cómo puede Dios
no reconocer al piadoso y, por el contrario, conceder
su bendición al
pecador? ¿Será que, al final, todos nos hemos de abandonar a su misericordia?
¿Será verdad que lo decisivo no es la práctica
religiosa de uno, sino la misericordia insondable de Dios? ¿Será
Dios un misterio
increíble de compasión que sólo actúa movido por su
ternura hacia
quienes se confían a Él?
Pagola, J.A.