Al atardecer de un frío día de Navidad de 1886, el diplomático, poeta y
dramaturgo Paul Claudel asistió a las Vísperas en la catedral de Notre-Dame, en
París. Allí, de pie entre la
muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del
lado de la sacristía, escuchaba la música que envolvía a los fieles llenando
las naves de intensa alegría. Cuando los niños del coro vestidos de blanco y
los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet entonaron el Magnificat, el agnóstico Claudel sintió una sacudida
interior de alegría que cambió su vida para siempre: «¡Qué feliz es la gente
que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí! ¡Es alguien, es
un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!». Las lágrimas y los sollozos
acudieron a mí, y el canto tan tierno del Adeste [fideles] aumentaba mi emoción».
Claudel comprendió enseguida que muchos aspectos de su vida necesitarían
retoques y ajustes, pero lo fundamental estaba hecho. Claudel no solo oyó
cantos conmovedores, sino que, sumergido en el mundo de la belleza, sintió una
alegría que le llegaba hasta los tuétanos del alma. «Escuchando el Magnificat tuve la revelación de un Dios que me tendía
los brazos» y que le fue llevando al nivel de existencia en el que se
abrazan naturalmente las opciones radicales y se consuman con júbilo las
adhesiones personales por los grandes ideales y valores, entre ellos la fe.
Extraído de: “Belleza y liturgia” Carlos del Valle Caraballo, SJ