Siempre que hablo sobre el “más allá” de la muerte
suelo encontrarme con algún oyente que dice o bien haber experimentado él mismo
o, más frecuentemente aún, haber oído contar a otro, la experiencia de haber
muerto, y haber encontrado, en este supuesto estado de muerte, una sensación de
paz, y luego haber vuelto. Una experiencia así quizás pueda servir como prueba
de que, en algunos casos al menos, la experiencia del morir no es tan
desasosegante como pudiéramos pensar. Pero lo que de ahí no puede deducirse de
ningún modo es la existencia de un “más allá” de la muerte.
Se
trata de experiencias de revividos (pacientes que han creído morir y luego “han
vuelto”, pero en realidad nunca “se han ido”). Por eso, tales experiencias no
prueban nada sobre el “más allá” porque ninguno de estos pacientes lo ha visto.
Si por muerte se entiende la pérdida irreversible de todas las funciones
vitales (nótese bien: irreversible), un situación en la que es imposible la
reanimación del cuerpo, resulta que esos que dicen haber muerto y haber vuelto,
en realidad nunca han muerto. Han experimentado quizás “el morir” (el proceso
que lleva a la muerte), han experimentado la pérdida de alguna función vital
(es bien sabido que la muerte no acontece de repente, sino que los diversos
órganos van muriendo sucesivamente, quizás en un mínimo lapso de tiempo; por
eso es posible reanimar el corazón, una vez parado), pero no han experimentado
la muerte.
Se
trata de experiencias de una determinada fase de la vida, del lapso de tiempo
que media entre la muerte clínica y la muerte biológica. Son experiencias de
gente que ha estado cerca de la muerte, que ha creído morir, pero que al fin no
murieron. Sus experiencias no prueban absolutamente nada sobre el “más allá”.
La esperanza cristiana, precisamente en aras de su seriedad y credibilidad, no
puede ni debe buscar ahí ningún apoyo. Debe respetar a quienes han pasado por
una situación así, pero también debe esforzarse por aclarar esta situación y no
sacar de ella lo que en ella no hay.