El amor postula
perpetuidad, imposibilidad de destrucción, más aún, es grito que pide
perpetuidad, pero que no puede darla, es grito irrealizable;
exige la eternidad, pero en realidad cae en el mundo de la muerte, en su
soledad y en su poder destructivo. Ahora podemos comprender
lo que significa resurrección: Es el amor que es-más-fuerte que
la muerte.
El hombre sabe que su vida no permanece y que
tiene que esforzarse por estar en los demás, para
subsistir en el campo de lo vital mediante ellos y en ellos; para eso hay dos
caminos, el
primero consiste en la supervivencia en los hijos, por eso la soltería y la
esterilidad se consideraban en los pueblos primitivos como
la más terrible maldición, como ruina desesperada y
muerte definitiva. Por el contrario, un gran número de hijos ofrece la mayor
probabilidad de
supervivencia, de esperanza en la inmortalidad y, consiguientemente, la mejor
bendición que
pueda esperarse. Pero a veces el hombre se da cuenta de que en
sus hijos sobrevive sólo impropiamente; surge así el segundo
camino: desea que quede más de él, y recurre así a la idea de la fama que lo
hace inmortal, ya que sobrevive en el recuerdo de
todos los tiempos. Pero el hombre fracasa también en este segundo
intento de crearse la inmortalidad mediante el-ser-en-los-demás. En realidad,
lo que
entonces permanece no es el yo sino su eco, su sombra; por eso la inmortalidad
así creada es en verdad un hades, un sheol, un
no-ser más que un ser. La insuficiencia de esta segunda
solución se funda
en que no puede hacer que sobreviva el ser, sino sólo un recuerdo del mismo;
la insuficiencia
de la primera, en cambio, estriba en que la posteridad a la que uno se entrega
no puede
permanecer, se destruye también.
El hombre no tiene consistencia en sí
mismo y, en consecuencia, la busca en los
demás; pero en ellos sólo puede estar transitoriamente, no
definitivamente, porque también ellos pasan. En Dios, en cambio, puedo permanecer
no sólo como sombra; en él estoy en verdad más cerca de mí mismo que
cuando intento
estar junto a mí.
Sabemos que Cristo, por su resurrección, no
volvió otra vez a su vida terrena anterior, como, por
ejemplo, el hijo
de la viuda de Naím o Lázaro. Cristo ha resucitado a la vida definitiva, a la
vida que no cae dentro de las leyes químicas y
biológicas y que, por tanto, cae fuera de la posibilidad
de morir; Cristo
ha resucitado a la eternidad del amor. Por eso los encuentros con él se llaman
“apariciones”; por eso sus
mejores amigos, que hasta hacía dos días se habían sentado con él a la
misma mesa, no le
reconocen; le ven cuando él mismo les hace ver; sólo cuando él abre los ojos
y mueve el
corazón puede contemplarse en nuestro mundo mortal la faz del amor eterno que
ha vencido
a la muerte, y su mundo nuevo y definitivo, el mundo del futuro. Por eso es tan
difícil, casi imposible, para los evangelistas
describir los encuentros con el resucitado; cuando lo hacen,
parecen balbucear
y contradecirse. En realidad hablan sorprendentemente al unísono en la
dialéctica de sus
expresiones, en la simultaneidad de contacto y no contacto, de conocer y no
conocer, de plena
identidad entre el crucificado y el resucitado y de plena transformación. Se le
reconoce una vez,
pero luego ya no se le reconoce; se le toca, pero luego ya no se le toca; es el
mismo, pero
también otro.
Acerquémonos bajo este aspecto al relato de
los discípulos de Emaús. Puede parecer que el Señor resucitado hubiese vuelto
de nuevo
a su historia terrena; pero a esto contradice tanto su misteriosa aparición
como su no menos misteriosa desaparición, y el hecho de
que el hombre no pueda reconocerle. No se le puede ver como en
el tiempo de su vida mortal; sólo se le ve en el ámbito de la fe; con la
interpretación de
la Escritura enciende el corazón de los caminantes; al partir el pan les abre
los ojos. Hay ahí una alusión a los dos elementos
fundamentales del culto divino primitivo, formado por la unión del
servicio de la palabra (lectura e interpretación de la Escritura) y la fracción
eucarística del
pan; de este modo nos revelan los evangelistas que el encuentro con el
resucitado tiene lugar en otro plano completamente nuevo;
aludiendo a los datos litúrgicos, intentan hacernos
comprender lo incomprensible; así, hacen teología de la resurrección y teología
de la liturgia: en la palabra y en el sacramento nos
encontramos con el resucitado; el culto divino es donde entramos en
contacto con él y le reconocemos. Con otros términos, la liturgia se funda en
el misterio
pascual; hay que comprenderla como acercamiento del Señor a nosotros, que se
convierte en
nuestro compañero de viaje, que nos abrasa el corazón endurecido y que nos abre
los ojos
nublados. Siempre nos acompaña, se acerca a nosotros cuando andamos
meditabundos y desanimados, tiene la valentía de hacerse
visible a nosotros.
Los relatos de la resurrección son
algo diverso y algo más que escenas litúrgicas adornadas;
muestran el acontecimiento fundamental en el que se apoya la liturgia
cristiana; dan testimonio de la fe que no nació en el corazón
de los discípulos, sino que les vino de fuera y contra sus dudas
los fortaleció y los convenció de que el Señor había resucitado realmente. El
que ha entrado en el mundo nuevo de Dios, es tan poderoso que puede hacerse
visible a los hombres, que en él el poder del amor fue más fuerte que el poder
de la muerte.
Ratzinger, J.