viernes, 30 de noviembre de 2012

Hablar de Dios



Hablar de Dios significa, ante todo, tener claro lo que debemos llevar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo: no un Dios abstracto, una hipótesis, sino un Dios concreto, un Dios que existe, que ha entrado en la historia y que está presente en la historia; el Dios de Jesucristo como respuesta a la pregunta fundamental del por qué y del cómo vivir. Por lo tanto, hablar de Dios requiere una familiaridad con Jesús y con su Evangelio, supone nuestro conocimiento personal y real de Dios y una fuerte pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación del éxito, sino de acuerdo con el método de Dios mismo. El método de Dios es el de la humildad --Dios se ha hecho uno de nosotros--, es el método de la Encarnación en la simple casa de Nazaret y en la gruta de Belén, como aquello de la parábola del grano de mostaza. No debemos temer a la humildad de los pequeños pasos y confiar en la levadura que penetra en la masa y poco a poco la hace crecer (cf. Mt. 13,33). Al hablar de Dios, en la obra de la evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, necesitamos una recuperación de la simplicidad, un retorno a lo esencial del anuncio: la Buena Nueva de un Dios que es real y concreto, un Dios que se interesa por nosotros, un Dios-Amor que se acerca a nosotros en Jesucristo hasta la cruz, y que en la resurrección nos da la esperanza y nos abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna, la vida verdadera.
 Benedicto XVI

jueves, 29 de noviembre de 2012

Cuestión de perspectiva



Algunas personas se quejan de que Dios le puso espinas a las rosas, mientras otras lo alaban por haber puesto rosas entre las espinas.
Todo es un asunto de perspectiva.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Luz



Hace cientos de años, había un hombre en una ciudad de Oriente. Un hombre que una noche caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida. La ciudad era muy oscura en las noches sin luna como aquella. En determinado momento, se encuentra con un amigo. EI amigo lo mira y de pronto lo reconoce Se da cuenta de que es Guno, el ciego del pueblo entonces, le dice: “¿Que haces Guno, tú ciego, con una lámpara en la mano? Si tú no ves…”
Entonces, el ciego le responde: “Yo no llevo la lámpara para ver mi camino. Yo conozco la oscuridad de las calles de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando me vean a mí… No sólo es importante la luz que me sirve a mí sino también la que yo uso para que otros puedan también servirse de ella. ¿No sabes que alumbrando a otros, también me beneficio yo, pues evito que me lastimen otros que no podrían verme en la oscuridad?”

Cada uno de nosotros puede alumbrar el camino para uno y para que sea visto por otros, aunque uno aparentemente no lo necesite. Alumbrar el camino de los otros no es tarea fácil, muchas veces en vez de alumbrar, oscurecemos mucho más el camino de los demás. ¿Cómo? A través del desaliento, la crítica, el egoísmo, el desamor, el odio, el resentimiento…¡Que hermoso sería si todos ilumináramos los caminos de los demás, sin fijarnos si lo necesitan o no! Llevar luz y no oscuridad. Si toda la gente encendiera una luz, el mundo entero estaría iluminado y brillaría día a día con mayor intensidad.
Luz, demos luz. Tenemos en Jesús el motor que enciende cualquier lámpara, la energía que permite iluminar en vez de oscurecer. Está en nosotros saber usarla. Está en nosotros ser Luz y no permitir que los demás vivan en las tinieblas.

Lucas 8,16: “Nadie que enciende una luz la cubre con una vasija, ni la pone debajo de la cama, sino que la pone en un candelero para que los que entran vean la luz.”

Juan 8,12: “Otra vez Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.”

Sed



Cuentan que una vez un hombre viajaba por el océano y su barco se hundió, quedó a la deriva por varios días antes de que milagrosamente fuera encontrado por un bote pesquero. Al recuperarse de su pésima condición, contó el peor error que había cometido.
Al sentir una sed desesperante, bebía agua salada, y por la sal contenida en la misma, lejos de saciarse, sentía más sed e introducía sal y arena a su cuerpo que lo deshidrataba más.
Muchas veces cuando sentimos sed de amor, cariño, comprensión, verdad o atención, la buscamos en cosas que lejos de saciarnos, nos dejan peor que antes. Así, el solitario se refugia en otro más solitario; el falto de amor lo busca en los placeres y la vida desenfrenada; el incomprendido se refugia en vicios y mal carácter para llamar la atención.
Es hora ya de que dejes de llenar tu cuerpo de agua salada. Jesús dijo: “mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”. (Juan 4,14)
Así que no busques más saciar tu sed, cualquiera que sea, en las cosas de este mundo. El único que puede saciarte es tu amigo y creador Jesús.
Juan 6,35: “Jesús les dijo: Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás.”

David, modelo de vida



David experimentó todo lo que cabe en una vida humana. Tuvo alegría, cayó en el pecado, hizo oración. Era humilde, tenía respeto y fidelidad. Era osado.
Siendo todavía un niño tenía que cuidar las ovejas de su familia en Belén. Tal vez de ese modo aprendió lo más importante para su vida: proteger a los débiles, conducir a los fuertes, mantener a todos unidos. Debió demostrar coraje. El profeta Samuel vino a ver a su padre a fin de elegir entre los ocho hijos al nuevo rey. El padre lo presentó a todos, con la sola excepción del pequeño David, el más joven, que estaba en el campo. El profeta preguntó por el más pequeño, a quien el padre no había llamado. Lo trajeron y fue elegido como el próximo rey. ¿Cuáles habrán sido sus sentimientos al verse colocado frente a un destino semejante y una tarea tan enorme? Tal vez le ayudó la despreocupación juvenil.  Pronto se encontró frente a los hostiles filisteos. Su jefe Goliat, un gigantón, era considerado invencible. David no tuvo miedo, sino que venció a Goliat, más poderoso que él, con su honda y su habilidad. A partir de ese momento, debió luchar a menudo y demostrar su coraje.
Era servidor del rey Saúl, a quien debía suceder. El rey sufría depresiones, y David lo alegraba con la música de su cítara. Podía componer poemas y hacer música: por eso, los salmos siguen llevando todavía hoy su nombre. David debió partir a la guerra por el rey, y tuvo éxito. Más que el mismo rey. Eso le acarreó la admiración de la gente, sobre todo de las mujeres. Pero el rey sintió que le hacía competencia y se puso celoso. Sin embargo, el hijo del rey, Jonatán, salvó a David de los planes malvados de Saúl.
Saúl y su hijo cayeron en una batalla, y David lloró por ellos. Ya rey, conquistó Jerusalén e hizo de ella su ciudad. Liberó el Santo de los santos, el arca de la alianza, de las manos de los enemigos y la llevó a Jerusalén en medio de danzas de alegría. Todo el poder estaba entonces en sus manos. Un día vio, desde la azotea, a una hermosa mujer en el jardín del vecino. Quiso poseerla, de modo que envió a su esposo a la guerra, a una posición en la que tenía que caer en la batalla. Tomó para sí a su mujer Betsabé. Pronto Betsabé dio a luz un hijo, pero este murió siendo aún pequeño. David no tenía consuelo. En su dolor tomó consciencia de su pecado y de su injusticia. La pareja tuvo un segundo hijo, Salomón, que como rey fue mucho más poderoso y glorioso que el padre. David reunió grandes reinos y erigió en Jerusalén el primer altar dedicado a Dios. Salomón hizo construir más tarde en ese lugar el templo.
A pesar de todos los éxitos exteriores, el rey David sufrió duros golpes del destino en su familia y en su pueblo. Su hijo Absalón se levantó contra él y lo expulsó del trono. David debió huir y fue objeto de escarnio. Yendo de camino hacia el monte de los Olivos, el loco Semeí le arrojó piedras y lo maldijo. El real fugitivo demostró su grandeza soportando el escarnio y renunciando a defenderse.
Después de que sus fieles seguidores devolvieran a David el poder, les rogó que respetaran en la lucha a Absalón, con el que se había enemistado. Los soldados no lo hicieron y, una vez más, David quedó desconsolado. Hizo duelo junto a la puerta de su palacio, al que había regresado. Sus generales debieron insistirle para que se hiciera cargo nuevamente del gobierno.
David asumió también su culpa personal y se convirtió. Más aún, aprendió de sus faltas y derrotas. Lo que me atrae de este hombre es que no demostró el mayor coraje en sus éxitos, sino en la forma en que sobrellevó las dificultades de la vida, las enemistades y los insultos. Luchó sin prestar atención a sus heridas y dio su vida por la tarea que Dios le había encomendado. David muestra a los jóvenes no sólo un modelo de vida fascinante, sino que podría infundir coraje también a los hombres que tienen tareas de dirección.
Carlo M. Martini