Zaqueo miró por la ventana hacia el poniente. Las aguas del mar se
mecían suavemente, teñidas de ámbar por el ocaso. Era también el ocaso de su
vida, y un buen momento para hacer un balance de ella. Se consideraba un hombre
afortunado. Sus remembranzas le arrancaron una sonrisa. Evocó rostros de niños
alegres, de personas que habían recuperado la esperanza, de incrédulos que
habían descubierto la fe, manifestaciones del amor de Dios por Su pueblo.
¡Cuánto significaban para él esos recuerdos! Pero no siempre había sido así.
—¡Vendido!
—¡Maldito ladrón!
—¡Canalla!
Se había acostumbrado a que lo insultaran a sus espaldas y a veces a
la cara. Hasta los mendigos se mostraban reacios a aceptar sus limosnas. Era
incongruente que, siendo él un hombre acaudalado, los dirigentes religiosos
prohibieran a los pobres aceptar dinero de él. La pésima reputación que se
había ganado entre los suyos por el oficio que desempeñaba no lo había
disuadido de seguir trabajando para los conquistadores romanos, procurando
llegar cada vez más alto hasta convertirse en jefe de los recaudadores de
impuestos: un hombre poderoso y próspero, pero despreciado.
A base de tesón había logrado amasar una fortuna; pero esta no le
había proporcionado más que una existencia vacua, en la que el amor brillaba
por su ausencia. «¡Vanidad de vanidades! ¿Para qué sirve todo esto?», se
preguntaba con frecuencia, recordando las palabras de Salomón que describían a
la perfección la vida que llevaba: «Todos sus días no son sino dolores, y sus
trabajos molestias; aun de noche su corazón no reposa» (Eclesiastés 2:23).
La curiosidad pudo más que él ese día. Al igual que los demás
residentes de Jericó, escuchó rumores sobre el maestro que estaba de visita en
la ciudad. Decían incluso que hacía sanaciones milagrosas. La mayoría de los
que iban a verlo tenían la esperanza de que obrara algún milagro. En todo caso,
era tanta la gente que se estaba juntando que las posibilidades de llegar a ver
algo eran cada vez más escasas. Con lo bajito que era él, la multitud le
impediría la visibilidad, a menos que se encaramara a alguna parte.
En ese momento advirtió un sicómoro grande a la vera del camino. No
era difícil de trepar. En un momento logró situarse en un punto desde el que
podía observar al gentío que se iba desplazando lentamente. La atención de
todos estaba centrada en un hombre de estatura mediana y aspecto bondadoso que
hablaba con autoridad.
Cuando la multitud llegó a la altura del árbol, el hombre se dirigió a
él en voz alta:
—¡Zaqueo, desciende! Quiero conocerte. Llévame a tu casa.
Habían transcurrido muchos años desde el día en que aquel invitado
imprevisto cenó en su casa. En aquella ocasión Zaqueo no comprendió lo
trascendentales que serían las pocas horas que departieron. Sin embargo, en
retrospectiva se daba cuenta de que los momentos que pasó con aquel amable
extraño no solo lo transformaron a él, sino que cambiaron totalmente su forma
de relacionarse con todas las personas a partir de entonces.
La palabras del Maestro penetraron en el corazón de Zaqueo. Que su
vida era insustancial no era nada nuevo: ya se había dado cuenta de ello; pero
ese día tomó conciencia de que podía hacer algo para remediarlo. Antes de
concluir la noche prometió donar la mitad de sus bienes, una suma nada
desdeñable. Tampoco fue una promesa vacía. Fiel a su palabra, Zaqueo devolvió
lo que correspondía a las personas a las que había cobrado impuestos excesivos.
Es más, para compensar su anterior falta de honradez les restituyó cuatro veces
la cantidad que les había estafado.
—No te hagas tesoros en la Tierra —le había dicho el Maestro—; sino
hazte tesoros en el Cielo. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu
corazón (Mateo 6:19-21). Trabaja, no por la comida que perece, sino por la
comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del Hombre te dará» (Juan
6:27).
Frente a semejante consejo, recaudar impuestos para amasar una fortuna
perdió para él todo atractivo.
La transformación tomó un tiempo, pero a la larga Zaqueo pudo seguir
los pasos de su Maestro. Aprendió que los mandamientos más importantes eran
amar a Dios y amar al prójimo (Mateo 22:37–40). Así, el resto de su vida
transitó por la senda de la generosidad.
El sol ya se había ocultado. Por última vez Zaqueo cerró los ojos.
Serenamente pasó de este mundo al otro. Allí, con una espléndida aurora, lo
recibió el Salvador, al que había amado desde el día en que se conocieron en un
polvoriento camino años atrás.
* * *
Según la tradición y los escritos de Clemente de Alejandría (c.
150–215), Zaqueo llegó a ser compañero del apóstol Pedro y con el tiempo fue
nombrado obispo de Cesarea.
(Basado en Lucas 19:1–10.)