Dios Padre se nos ha revelado por
Jesucristo Y, por tanto, creemos primero en Jesús, el Cristo, que nos da a
conocer a Dios Padre. Es lo específico y peculiar de la fe cristiana: tenemos
acceso a Dios a través de una persona histórica y de un hecho histórico. Es algo
realmente muy singular. Este Jesús de Nazaret, esta persona concreta, empezó un
día a anunciar que el Reino de Dios estaba cerca; que traía una buena nueva de
salvación; que había llegado el tiempo que Dios había prometido en los siglos
antiguos; que Dios estaba a punto de hacer algo nuevo; que Dios acogía a los
pecadores, a los pobres y a los marginados. Y que era Él, Jesús, quien, en
nombre de Dios, acogía a los pecadores, a los pobres y a los marginados, frente
a una organización socio-religiosa que más bien los rechazaba. Y todo esto lo
hacía Jesús con autoridad: «Y hablaba con
autoridad» (Mc 1,27). Autoridad que venía confirmada con signos de la
fuerza extraordinaria de Dios, sobre todo echando los demonios, signo que significa
muy particularmente la misión que tenía de vencer el mal que atenazaba a los
hombres. Este hombre de Nazaret reinterpretaba, también con autoridad, la Ley
frente a las autoridades oficiales de su pueblo, como se constata en el sermón de
la Montaña, donde reinterpreta el sentido del templo, el sentido del culto, de
la moral, etc. «Cristo» es la traducción griega de una palabra hebrea que quiere
decir «el Ungido», «el Mesías», "el Cristo", o también «el Escogido
por Dios», el consagrado por Dios para cumplir la obra de Dios. En tiempos de
Tiberio, un tal Jesús de Nazaret se presenta como el cumplidor de las promesas
de Dios, el Mesías según las promesas antiguas que Dios había hecho a Abraham,
a David y a los Profetas. Y los que creen en Él proclaman a Jesús el Cristo, el
Mesías. Se realiza así por primera vez lo que los teólogos de ahora llamarían
«el paso del Jesús histórico al Cristo de la fe». Algunos podrían pensar que
estamos en desventaja: como no hemos tenido experiencia del Jesús histórico, no
nos queda más que el recurso al Cristo de la fe. Este planteamiento viene de la
época historicista, cuando se hacían intentos -que resultaron vanos- por
reconstruir exactamente el Jesús histórico. Era el ideal de los teólogos y exegetas
de finales del siglo pasado y comienzos de éste: reconstruir con todo detalle
histórico lo que realmente vivió Jesús. Pero el problema del paso del Jesús
histórico al Cristo de la fe no quedaría automáticamente resuelto el día que
tuviéramos como un «vídeo» de todo lo que pasó mientras Jesús vivía, sino que
es un problema que ya tenían las gentes del tiempo de Jesús. Es evidente que
mucha gente vio a Jesús, lo tocó, lo sintió y no creyó en El, sino que lo
crucificó. Y a nosotros podría pasarnos lo mismo, aunque un día la técnica
llegara a recuperar las imágenes y palabras auténticas e históricas del
mismísimo Jesús. La mesianidad de Jesús, la «cristianidad» de Jesús, no es algo
que quede automáticamente demostrado ni resulte evidente a partir de su
realidad histórica. Si así fuese, no se explicaría cómo muchos de sus
contemporáneos no le aceptaron como Mesías y Cristo. No hay que pensar, en
contra de lo que opinaban ciertos apologetas de fines del siglo pasado, que
para creer en Jesús basta con reconstruir exactamente su historia. Cuando la
crítica historicista vio que esto era imposible, vino la reacción contraria: se
tiende a pensar que, si no podemos recuperar al Jesús histórico, nuestra fe en
Jesús ha de quedar como falta de fundamento positivo. El exegeta R. Bultmann, más
tarde, intenta hallar una salida: dejemos al Jesús histórico y quedémonos sólo
con el Cristo de la fe. Pero esto tampoco es admisible. El Cristo de la fe se
sustenta en el Jesús histórico, aunque no se deduce sólo necesaria y evidentemente,
del Jesús histórico. Se necesita como una interpretación. La mesianidad o la
divinidad de Jesús no se puede demostrar, al menos con una demostración
puramente histórica, objetiva o científica; pero tampoco es objeto de una
opción gratuita, es decir, algo que el que quiere cree y el que no quiere no.
Es algo que surge de una determinada
postura ante este histórico Jesús de Nazaret. Reflexionemos un momento:
¿quiénes son los que aceptan a Jesús en su vida?; ¿cuáles son las condiciones
para aceptar a Jesús como el Cristo? Prácticamente, las que El mismo describe
en el sermón de la Montaña: son los pobres de espíritu, los limpios de corazón, los que buscan la
justicia... quienes reconocen a Dios y su Reino en Jesús. Es decir, ante Jesús
hay amigos y enemigos. Es un signo de contradicción. Ante Jesús hay quien se pone
a favor y quien se pone en contra; y también hay gente indiferente. La opción
por Jesús se hace desde la pobreza de espíritu en que se hallan los pecadores,
los desgraciados, los enfermos y los que se encuentran abandonados de todos y
de todo en la vida.
Josep Vives