lunes, 4 de febrero de 2013

Creo en un solo Señor Jesucristo



Dios Padre se nos ha revelado por Jesucristo Y, por tanto, creemos primero en Jesús, el Cristo, que nos da a conocer a Dios Padre. Es lo específico y peculiar de la fe cristiana: tenemos acceso a Dios a través de una persona histórica y de un hecho histórico. Es algo realmente muy singular. Este Jesús de Nazaret, esta persona concreta, empezó un día a anunciar que el Reino de Dios estaba cerca; que traía una buena nueva de salvación; que había llegado el tiempo que Dios había prometido en los siglos antiguos; que Dios estaba a punto de hacer algo nuevo; que Dios acogía a los pecadores, a los pobres y a los marginados. Y que era Él, Jesús, quien, en nombre de Dios, acogía a los pecadores, a los pobres y a los marginados, frente a una organización socio-religiosa que más bien los rechazaba. Y todo esto lo hacía Jesús con autoridad: «Y hablaba con autoridad» (Mc 1,27). Autoridad que venía confirmada con signos de la fuerza extraordinaria de Dios, sobre todo echando los demonios, signo que significa muy particularmente la misión que tenía de vencer el mal que atenazaba a los hombres. Este hombre de Nazaret reinterpretaba, también con autoridad, la Ley frente a las autoridades oficiales de su pueblo, como se constata en el sermón de la Montaña, donde reinterpreta el sentido del templo, el sentido del culto, de la moral, etc. «Cristo» es la traducción griega de una palabra hebrea que quiere decir «el Ungido», «el Mesías», "el Cristo", o también «el Escogido por Dios», el consagrado por Dios para cumplir la obra de Dios. En tiempos de Tiberio, un tal Jesús de Nazaret se presenta como el cumplidor de las promesas de Dios, el Mesías según las promesas antiguas que Dios había hecho a Abraham, a David y a los Profetas. Y los que creen en Él proclaman a Jesús el Cristo, el Mesías. Se realiza así por primera vez lo que los teólogos de ahora llamarían «el paso del Jesús histórico al Cristo de la fe». Algunos podrían pensar que estamos en desventaja: como no hemos tenido experiencia del Jesús histórico, no nos queda más que el recurso al Cristo de la fe. Este planteamiento viene de la época historicista, cuando se hacían intentos -que resultaron vanos- por reconstruir exactamente el Jesús histórico. Era el ideal de los teólogos y exegetas de finales del siglo pasado y comienzos de éste: reconstruir con todo detalle histórico lo que realmente vivió Jesús. Pero el problema del paso del Jesús histórico al Cristo de la fe no quedaría automáticamente resuelto el día que tuviéramos como un «vídeo» de todo lo que pasó mientras Jesús vivía, sino que es un problema que ya tenían las gentes del tiempo de Jesús. Es evidente que mucha gente vio a Jesús, lo tocó, lo sintió y no creyó en El, sino que lo crucificó. Y a nosotros podría pasarnos lo mismo, aunque un día la técnica llegara a recuperar las imágenes y palabras auténticas e históricas del mismísimo Jesús. La mesianidad de Jesús, la «cristianidad» de Jesús, no es algo que quede automáticamente demostrado ni resulte evidente a partir de su realidad histórica. Si así fuese, no se explicaría cómo muchos de sus contemporáneos no le aceptaron como Mesías y Cristo. No hay que pensar, en contra de lo que opinaban ciertos apologetas de fines del siglo pasado, que para creer en Jesús basta con reconstruir exactamente su historia. Cuando la crítica historicista vio que esto era imposible, vino la reacción contraria: se tiende a pensar que, si no podemos recuperar al Jesús histórico, nuestra fe en Jesús ha de quedar como falta de fundamento positivo. El exegeta R. Bultmann, más tarde, intenta hallar una salida: dejemos al Jesús histórico y quedémonos sólo con el Cristo de la fe. Pero esto tampoco es admisible. El Cristo de la fe se sustenta en el Jesús histórico, aunque no se deduce sólo necesaria y evidentemente, del Jesús histórico. Se necesita como una interpretación. La mesianidad o la divinidad de Jesús no se puede demostrar, al menos con una demostración puramente histórica, objetiva o científica; pero tampoco es objeto de una opción gratuita, es decir, algo que el que quiere cree y el que no quiere no. Es algo que surge de una determinada postura ante este histórico Jesús de Nazaret. Reflexionemos un momento: ¿quiénes son los que aceptan a Jesús en su vida?; ¿cuáles son las condiciones para aceptar a Jesús como el Cristo? Prácticamente, las que El mismo describe en el sermón de la Montaña: son los pobres de espíritu, los limpios de corazón, los que buscan la justicia... quienes reconocen a Dios y su Reino en Jesús. Es decir, ante Jesús hay amigos y enemigos. Es un signo de contradicción. Ante Jesús hay quien se pone a favor y quien se pone en contra; y también hay gente indiferente. La opción por Jesús se hace desde la pobreza de espíritu en que se hallan los pecadores, los desgraciados, los enfermos y los que se encuentran abandonados de todos y de todo en la vida.

Josep Vives