Nada nos dice el Evangelio sobre
el aspecto externo de Jesús. No era costumbre en los
historiadores de aquel tiempo. Por eso los cuatro evangelistas guardaron
silencio sobre su estatura, el color de sus ojos, el tono de su voz y los
rasgos de sus facciones. Sabemos que su mirada era
irresistible: una mirada capaz de hacer, con sólo su fuerza, que los hombres lo
abandonaran todo por seguirle. Una mirada profunda, tierna, penetrante. Una
mirada llena de bondad, de un Ser que era todo bondad. De un Ser que recorrió
haciendo el bien las tierras de Judea, Galilea, Samaría..., curando enfermos,
consolando a los desheredados del mundo..., dándose a todos, apiadándose de
todos, amando a todos... Del Ser que pronunciara las palabras más dulces que
jamás tomaron forma en unos labios humanos: «Venid a mí todos los fatigados y
agobiados, y Yo os aliviaré». Los Evangelios nos describen a un
ser excepcional, a un hombre que en sólo tres años de vida pública, en un radio
de acción de escasos kilómetros, trastornó al mundo, de modo que el tiempo se
divide en los siglos que le esperaron y los que siguen a su venida. Cristo iluminó con su doctrina la
vida del hombre con visión de eternidad, y transformó los valores del
pensamiento humano. Jesucristo ha sido el hombre más
grande de la historia. Genios como Calderón de la Barca y Miguel Angel,
militares como César y Napoleón, después de su muerte, han sido admirados; pero
no amados. Jesucristo es el único hombre que ha sido amado más allá de su
tumba. A los dos mil años de su muerte, legiones de hombres y mujeres, dejando
su familia paterna y su familia futura, sus riquezas y su Patria, despojándose
de todo, han vivido sólo para Él. Jesucristo ha sido amado con
heroísmo. Millares y millares de mártires dieron por Él su sangre. Millares y millares de santos
centraron en él su vida. Santos de todos los tiempos, de
todas las edades, de todas las clases sociales. Unos con corona de reyes, y
otros con los pies descalzos; unos con hábito de monje, y otros con cinturón de
soldado; unos con chaqueta y corbata, y otros con manos encallecidas de obrero;
muchachos de corazón puro, y muchachas de mirada limpia y andar recatado. Todos
éstos le amaron heroicamente y alcanzaron la corona de la inmortalidad.
Jorge Loring