Los cuatro sustantivos que titulan este apresurado y conmovido
comentario editorial se refieren, obviamente, a los sentimientos que
experimentamos en la hora del anuncio del Papa Benedicto XVI de renunciar al
ministerio apostólico petrino. Junto a ellos podríamos hablar asimismo de
sorpresa –si lo pensamos bien, no tan grande…– y hasta de tristeza.
A lo largo de sus ocho años al frente de la nave de Pedro, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI ha sido un magnífico pastor de la Iglesia católica, una referencia segura para las personas de buena voluntad y una personalidad respetada y en creciente prestigio en el conjunto de la sociedad.
Años atrás, calificamos a Benedicto XVI como Papa luminoso y sereno, apacible y firme. En la hora de su despedida, estos cuatro adjetivos recobran, a nuestro juicio, plena vigencia. Ha sido el Papa de la palabra. Ha sido y sigue siendo una delicia y una auténtica escuela y fuente de enriquecimiento y hasta de formación permanente leerle y reflexionar sobre sus palabras y pensamientos. Teólogo y catequeta excepcional, Benedicto XVI ha dado lo mejor de sí mismo en el ejercicio de su magisterio, en admirable fidelidad creativa con el Magisterio de la Iglesia. Además, ha corroborado su magisterio no solo con su indiscutible valía intelectual –propias de un auténtico sabio–, sino también con su talante personal y creyente profundamente religioso, humano y humilde. Humilde, sí, porque la humildad de Benedicto XVI ha sido uno de sus grandes dones y virtudes, ahora ya, al igual que su luminoso magisterio, todo un legado.
El Papa sabio y humilde que ha sido –nos cuesta hablar ya en pasado al referirnos a él…–, Benedicto XVI ha sobresalido igualmente por su hondura y afabilidad humana, por su indudable apacibilidad. Hombre y creyente, pues, de paz, de encuentro, de comunión, de diálogo, quienes lo han tratado personalmente han destacado siempre la suma delicadeza de su trato, su capacidad de escucha y el don de la acogida.
Papa firme en tiempos de turbulencias –¡y tantas y tan lamentables como los casos de pederastia, el Vatileaks, polémicas innecesarias como las airadas reacciones tras el discurso de Ratisbona y otras más!–, Benedicto XVI ha mantenido firme el pulso y el ritmo de la nave de Pedro. Ha sido valiente, sincero, honesto, claro, audaz. Ha sido en medio de tantas “noches oscuras” testigo de luz y de esperanza. Y, en todos los cargos y servicios en que lo ha ido situando la Providencia, ha custodiado, defendido y difundido la fe católica, la fe de la Iglesia, con toda su sabiduría, con todas sus fuerzas, con toda su apacible y firme –valga la redundancia- firmeza y con todo el sentido y la conciencia de la responsabilidad.
Todo ello nos lleva, de este modo, a reconocer y a agradecer su persona y su ministerio. Y a hacerlo de todo corazón. Y es que creemos que es un deber de justicia este reconocimiento y agradecimiento.
Lo anterior significa también que acogemos con respeto profundo y sincero su decisión de renunciar al ministerio apostólico. Se hará efectiva en menos de dos semanas, en la tarde del jueves 28 de febrero. A buen seguro que a partir de ese momento Benedicto XVI se retirará de la escena pública sin atisbo alguno de nostalgias o querencias. Lo hará con la misma discreción y servicialidad con la que ha estado en primerísimo plano de la vida de la Iglesia y de la humanidad. Y con la misma efectividad. Que nadie lo dude: Benedicto XVI no será jamás una “sombra” ni para su sucesor ni para la Iglesia. Todo lo contrario.
De ahí que esta hora inédita y compleja en que nos hallamos sea también hora de confianza y de esperanza. No es una confianza o una esperanza basada en especulaciones y candidaturas humanas, en hipotéticos programas de reformas u otros cálculos meramente periodísticos y “de tejas abajo”. Es la confianza y la esperanza de que es Dios quien guía a su Iglesia, de que nadie quiere más al mundo y a la Iglesia que Dios, su creador y guardián providente, que Él estará siempre con nosotros. No era nada fácil la sucesión, tras casi 27 inolvidables años de Juan Pablo II, y, no obstante, pronto comprobamos que Dios estaba grande con nosotros mediante Benedicto XVI. Y que todo esto ahora se va a volver a producir es nuestra convicción y el manantial de nuestra confianza y esperanza.
Jesús De Las Heras
A lo largo de sus ocho años al frente de la nave de Pedro, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI ha sido un magnífico pastor de la Iglesia católica, una referencia segura para las personas de buena voluntad y una personalidad respetada y en creciente prestigio en el conjunto de la sociedad.
Años atrás, calificamos a Benedicto XVI como Papa luminoso y sereno, apacible y firme. En la hora de su despedida, estos cuatro adjetivos recobran, a nuestro juicio, plena vigencia. Ha sido el Papa de la palabra. Ha sido y sigue siendo una delicia y una auténtica escuela y fuente de enriquecimiento y hasta de formación permanente leerle y reflexionar sobre sus palabras y pensamientos. Teólogo y catequeta excepcional, Benedicto XVI ha dado lo mejor de sí mismo en el ejercicio de su magisterio, en admirable fidelidad creativa con el Magisterio de la Iglesia. Además, ha corroborado su magisterio no solo con su indiscutible valía intelectual –propias de un auténtico sabio–, sino también con su talante personal y creyente profundamente religioso, humano y humilde. Humilde, sí, porque la humildad de Benedicto XVI ha sido uno de sus grandes dones y virtudes, ahora ya, al igual que su luminoso magisterio, todo un legado.
El Papa sabio y humilde que ha sido –nos cuesta hablar ya en pasado al referirnos a él…–, Benedicto XVI ha sobresalido igualmente por su hondura y afabilidad humana, por su indudable apacibilidad. Hombre y creyente, pues, de paz, de encuentro, de comunión, de diálogo, quienes lo han tratado personalmente han destacado siempre la suma delicadeza de su trato, su capacidad de escucha y el don de la acogida.
Papa firme en tiempos de turbulencias –¡y tantas y tan lamentables como los casos de pederastia, el Vatileaks, polémicas innecesarias como las airadas reacciones tras el discurso de Ratisbona y otras más!–, Benedicto XVI ha mantenido firme el pulso y el ritmo de la nave de Pedro. Ha sido valiente, sincero, honesto, claro, audaz. Ha sido en medio de tantas “noches oscuras” testigo de luz y de esperanza. Y, en todos los cargos y servicios en que lo ha ido situando la Providencia, ha custodiado, defendido y difundido la fe católica, la fe de la Iglesia, con toda su sabiduría, con todas sus fuerzas, con toda su apacible y firme –valga la redundancia- firmeza y con todo el sentido y la conciencia de la responsabilidad.
Todo ello nos lleva, de este modo, a reconocer y a agradecer su persona y su ministerio. Y a hacerlo de todo corazón. Y es que creemos que es un deber de justicia este reconocimiento y agradecimiento.
Lo anterior significa también que acogemos con respeto profundo y sincero su decisión de renunciar al ministerio apostólico. Se hará efectiva en menos de dos semanas, en la tarde del jueves 28 de febrero. A buen seguro que a partir de ese momento Benedicto XVI se retirará de la escena pública sin atisbo alguno de nostalgias o querencias. Lo hará con la misma discreción y servicialidad con la que ha estado en primerísimo plano de la vida de la Iglesia y de la humanidad. Y con la misma efectividad. Que nadie lo dude: Benedicto XVI no será jamás una “sombra” ni para su sucesor ni para la Iglesia. Todo lo contrario.
De ahí que esta hora inédita y compleja en que nos hallamos sea también hora de confianza y de esperanza. No es una confianza o una esperanza basada en especulaciones y candidaturas humanas, en hipotéticos programas de reformas u otros cálculos meramente periodísticos y “de tejas abajo”. Es la confianza y la esperanza de que es Dios quien guía a su Iglesia, de que nadie quiere más al mundo y a la Iglesia que Dios, su creador y guardián providente, que Él estará siempre con nosotros. No era nada fácil la sucesión, tras casi 27 inolvidables años de Juan Pablo II, y, no obstante, pronto comprobamos que Dios estaba grande con nosotros mediante Benedicto XVI. Y que todo esto ahora se va a volver a producir es nuestra convicción y el manantial de nuestra confianza y esperanza.
Jesús De Las Heras