Hace años viajaba en tren y me puse a hablar
con un muchacho que iba en el asiento de al lado. Estaba haciendo la tesis en
biología, y se le veía un hombre abierto y alegre. Yo le hablé también de lo
que era mi trabajo de sacerdote, y con naturalidad en medio de la conversación
amistosa, surgió una pregunta.
-
¿Sueles ir Misa?
- No,
no, en absoluto.
-
¿Crees en Dios?
-
¡Hombre! “algo” tiene que existir por ahí, por supuesto que creo en Dios. Es
bueno y me ha dado muchas cosas buenas en mi vida: mi familia, salud,… Cuando
estoy contento a veces me acuerdo de Él y le digo algo al “colega de arriba”.
Pero ir a la iglesia no, ¿para qué?
Muchas
veces vemos las cosas así, con un planteamiento sencillo. Pensamos: «Vale que
exista Dios y que haya hecho la naturaleza tan bonita y bien organizada –aunque
a veces me entran dudas de si la hizo Él, o existía por sí sola-. De acuerdo
con que quiero hacer el bien a todo el mundo. No me dejan indiferente las
desgracias y me conmueve la pobre gente que sufre. Soy una buena persona, buen
amigo de mis amigos, trabajador, abierto, tolerante. Me gusta amar y ser amado.
Para vivir una buena vida, ya me basto sólo. Cuando lo necesito, o me brota del
corazón, también me dirijo a Dios. Seguro que si existe, me escucha. Pero las
ceremonias de la iglesia no me dicen nada, me aburren, no saco nada en claro.
No las necesito».
Sin embargo, la realidad nos demuestra que esa
situación no dura mucho tiempo en la vida. Aunque queramos ser buenos siempre,
la realidad es que no siempre hacemos lo que nos gustaría (claro, siempre
podemos buscar una excusa ante los demás, pero pensándolo en serio: ¡hemos
fallado!). Más de una vez nos enfadamos y no tratamos bien a los demás.
Hablamos mucho del hambre en el mundo, pero sólo hacemos gestos simbólicos,
mientras gastamos bastante en fiestas y caprichos. Nos gusta que se acuerden de
nosotros, pero a veces se nos pasan momentos importantes de las personas que
nos quieren, sin que los recordemos. Y cuando viene una desgracia, un problema
laboral serio, o una enfermedad grave, parece que todo se nos hunde. Es que nos
hemos descuidado.
La respiración y la comida son imprescindibles
para mantenernos vivos. No son un capricho. Nuestro cuerpo no funciona sin
aire, sin agua o sin alimentos. Los sacramentos son para nuestro espíritu lo
que comida y respiración para el cuerpo. En ellos recibimos la gracia (esto
es, la energía sobrenatural que da vigor al alma).
Pero son también algo más: cada acto de
culto es como una cita de amor que Dios escribe en nuestra agenda. Nos
aguarda enamorado. Se acuerda de nosotros y no quiere dejarnos solos. Quien
haya probado alguna vez ese amor, aunque haya faltado a muchas citas, siente el
tirón de acudir de nuevo. A veces se siente cansado y sin fuerzas, pero si
vence esa pereza, redescubre otra vez lo bonito que es sentir el amor.
¿Por qué esto es así? Dios hizo bueno al ser
humano, pero desde muy pronto nuestra naturaleza quedó dañada por el pecado,
así que el bien el costoso y como constataba San Pablo a veces no hago el
bien que quiero, sino el mal que no quiero… ¿quién me librará de este cuerpo de
muerte? Como clama en la Carta a los Romanos (Rm 7,19.24). La liberación
de esa esclavitud nos la consiguió Jesucristo. Por eso, sólo cuando estamos
cerca de Él, en amistad con Él, cuando nos hace partícipes de su vida divina
con la gracia, nosotros podemos librarnos también de esos lazos que nos oprimen
y esclavizan.
Si dejamos que Jesús se acerque a nosotros
veremos cómo nos consuela, nos enseña a discernir lo verdaderamente razonable,
nos alimenta, nos transforma y nos sana. Los sacramentos son esos momentos
privilegiados, adecuados para cada una de las circunstancias de la vida, en
que Jesús se acerca a nosotros con toda la fuerza transformadora de su amor.
En el Bautismo nos convertimos en hijos
protegidos de Dios. La Confirmación cambia nuestra debilidad en
fortaleza. En la Confesión nos perdona del peso de nuestras culpas. En
la Eucaristía recibimos no solo la gracia, sino que nos alimentamos del
propio autor de la gracia. En el Matrimonio somos constituidos
servidores del amor. En el Orden sacerdotal se capacita a unos hombres
para que nos puedan administrar los sacramentos. En la Unción de los enfermos,
se alcanza el consuelo de la serena amistad con Dios para afrontar la muerte
con la esperanza en un pronto encuentro feliz y definitivo con Él.
No es suficiente con la fe en Dios.
Necesitamos acercarnos no sólo con la inteligencia, sino con todos los
sentidos. Quienes pudieron conocer personalmente a Jesucristo lo vieron, lo
escucharon, pudieron tocarlo y experimentar así la salvación y la sanación de
cuerpo y alma. Los Sacramentos son signos sensibles que llevan ese mismo
sello de Dios, que conceden eficazmente su gracia.
Los sacramentos son un tesoro tan grande que
Jesucristo confió su custodia y dispensación a la Iglesia, a “su administrador
de confianza” podríamos decir, de manera que no se pierdan ni se desvirtúen.
Por eso ella tiene la misión de ponerlos con toda su integridad al alcance de
los que razonablemente los requieran, y a la vez de protegerlos de todo uso
abusivo. Por decirlo de algún modo, Jesús no colgó los sacramentos en
Internet con libre acceso, sino que los dejó albergados en un dominio propio y
seguro, para mayor garantía de los usuarios.
Pero, ¿qué pasa cuando alguno de los
administradores del dominio es una persona indigna? ¿pierden entonces su
eficacia? Los sacramentos son eficaces porque es Cristo mismo quien actúa en
ellos. Por eso producen su efecto en virtud de la acción sacramental
realizada (en teología se dice ex opere operato), es decir,
independientemente de la actitud moral o de la disposición espiritual de quien
los dispensa, siempre que quiera hacer lo que hace la Iglesia. Aunque,
naturalmente, los ministros de los sacramentos deban llevar una vida ejemplar,
y darán cuenta a Dios de cómo han vivido esa responsabilidad. Pero Dios ha
querido que quien se acerca de buena fe a los sacramentos, abierto a la gracia,
no se quede sin la ayuda divina.
Francisco Varo