Sólo reconocerá a Jesús como
Cristo el que sienta la necesidad de ser salvado por Cristo. Sólo reconoce al Salvador
el que necesita ser salvado. Esto es muy importante. Como -diríamos- sólo
conoce al médico como medico el que se siente y sabe enfermo y busca en él el
remedio. Creer en Jesús, y en Jesús el Cristo, el Mesías, el Salvador, quiere decir:
descubrir que El responde a la necesidad que tenemos de salvación; y para esto
se requiere la actitud de pobreza de espíritu, de humildad, de gratuidad. Por
eso los fariseos que creían que se salvaban a sí mismos con sus obras y sus
purificaciones, con el pago de los diezmos y con el cumplimiento exacto de la
ley, no reconocen a Cristo. La acogida
que Cristo ofrece a los marginados y pecadores les molesta: ¿Dónde quedan sus
méritos, ganados con tanto esfuerzo, si cualquier desgraciado, aunque no haya
cumplido la ley, se salvará con tal de que ponga su confianza en Dios manifestado
por Cristo? Cristo viene a decirnos a los fariseos de todos los tiempos que hay
disposiciones interiores más esenciales que las meramente morales y cultuales. No dice que
se tenga que despreciar la ley y el culto en sí mismo, sino que la confianza
que los hombres ponen en ellos les hace incapaces de reconocer la bondad de
Dios y la necesidad de solidaridad con el hermano; que la confianza en las propias obras de religión no hace
más que fomentar el propio orgullo. En resumen: sólo conocerá y aceptará a
Cristo como Salvador aquel que sienta la necesidad de ser salvado, y sólo
sentirá la necesidad de ser salvado aquel que se considere pobre, pecador y en
situación de absoluta gratuidad. Una de las consecuencias de esto es que no
podemos dejar de aceptar que somos pecadores. El que no se siente pecador, no
necesita a Cristo, no le sirve de nada. Se requiere un auténtico sentido de
nuestra pobreza espiritual para admitir que delante de Dios estamos en una
situación negativa, en números rojos: a Dios no le hemos dado nunca todo lo que
tendríamos que darle, no hemos correspondido al amor de Dios. No hay que
entender el pecado legalísticamente, sino como una incapacidad de amar, como
fallo en el amor. Si no nos sentimos así, pecadores, no tendremos el sentido de
Cristo. Cristo no nos dirá nada y seremos de aquellos fariseos autosatisfechos
de sus propias buenas obras, o de aquellos desesperados que no pueden creer que
Dios aún les ama. Sólo conoce a Cristo como Salvador aquél que siente urgentemente,
casi con angustia -aunque no me acaba de gustar la palabra, porque Dios no nos
angustia nunca-, vivencialmente al menos, la necesidad de ser salvado por el
amor gratuito de Dios; es decir, el que está convencido de que lo único que
puede salvar es el amor de Dios mismo. Esto es precisamente lo que vino a
anunciar Jesús. El Exilio y las adversidades de Israel, leemos en los Profetas,
eran signos de la situación espiritual del pueblo. Estaba exiliado porque él
mismo se había apartado de Dios, se había alejado, y Dios lo había como dejado.
El pueblo estaba oprimido porque había dejado de poner su confianza en Dios y
la había puesto en los asirios, en los babilonios, en los egipcios, en los
cultos cananeos... Son temas constantes en los profetas. El pueblo estaba
desamparado de Dios porque, en la interpretación legalista de todo el Antiguo
Testamento, ponía la confianza en sus obras y no la ponía en el Señor. A veces
se hace esta pregunta: ¿Creía en Jesús la gente que le seguía? ¿Creían que era
el Mesías? ¿Cómo creían? ¿Creían los propios apóstoles? En Mt 16,13,
cuando Jesús pregunta: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?» ellos
contestan: «Unos, que Juan Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o
algunos de los profetas. Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» San Pedro respondió:
"Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios viviente". Si sucedió exactamente
así, literalmente, como está narrado por Mateo, o si es una elaboración de la
comunidad, es algo que podrán discutir los entendidos. Lo importante es que
tanto los que seguían a Jesús como los que eran curados por El, y hasta los
mismos apóstoles, tenían al menos una fe implícita en Jesús; quizá no tanto explícita,
quizá no tematizada, pero sí una fe-confianza sincera y total. Quiero decir que
si se les hubiese preguntado: "¿Es éste el Mesías?", tal vez el
propio Pedro o los otros apóstoles, o Marta o Lázaro, no hubieran sabido bien
cómo contestar. Quizá se hubieran quedado un poco asustados de la pregunta.
Nosotros a veces estamos muy preocupados por la exactitud de las formulaciones
dogmáticas y, sin embargo, puede haber fe total e implícita en el Cristo y no
saberla expresar. La fe, la cualidad de la fe, no siempre se puede medir por la
cualidad de la expresión de la gente que cree. Tenemos que tener cuidado cuando
decimos que la gente no tiene fe, que no sabe nada de la fe. Tal vez tengan una
fe muy informe, tal vez no sepan expresarla, pero creen más allá de lo que
saben. Creer en Cristo no quiere decir tener una cristología absolutamente
perfecta, aunque (sobre todo los que son más responsables dentro de la Iglesia)
hemos de procurar que nuestra expresión de la fe sea lo más perfecta posible.
Ciertamente hay unos límites que nos señalan que más allá de ellos la fe queda
desfigurada en «herejía». Pero no pensemos que la fe se pueda traducir
adecuadamente en palabras.
Josep Vives