La
escena de los dos personajes que van de Jerusalén a Emaús contiene grandes
enseñanzas para todos nosotros. El cristiano, todo cristiano, necesita
reencontrarse de nuevo con el Señor. El tiempo de Pascua que estamos viviendo,
nos invita a ello. Jesucristo resucitado, que no está sujeto a los límites del
espacio, sale al encuentro de cada uno de nosotros.
¿Cuántas
veces no hemos emprendido tristes el camino de la desilusión y el desengaño
apartándonos de Jerusalén, donde los apóstoles perseveraban unidos en la
oración? Pero Jesucristo sigue acercándonos a nosotros en el camino y nos
indica dos medios imprescindibles: su Palabra y su Alimento.
Las
Escrituras han de volver a ser leídas desde Jesucristo. Porque toda la Sagrada
Escritura habla de Él y su sentido permanece cerrado mientras no descubrimos la
llave que nos abre su entendimiento. Es lo que Jesús hace con aquellos dos
discípulos. Ello conduce a que sus corazones se enardezcan. Porque el anuncio y
cumplimiento de las promesas de Dios nos llena de alegría. Pero eso no basta.
Ese anuncio ha de ser aceptado por nosotros.
Dice
el Evangelio que al llegar a su casa Jesús hizo ademán de seguir el camino. No
es algo nuevo en Él. Siempre es respetuoso con nuestra libertad. Aquellos dos
discípulos tienen la oportunidad de pedirle que se quede o de dejarle marchar.
Siempre sucede así con nosotros. Dios nos atrae hacia Él, pero no nos impone su
compañía.
Entonces
viene la segunda parte. Jesús los sorprende en la partición del pan. Allí ellos
lo reconocen. Es el mismo gesto de la Última Cena, donde instauró el memorial
de su pasión y nos dejó el sacramento de la Eucaristía. Dice el texto que el
Señor desapareció. Lo hizo porque estaba presente en las formas sacramentales.
Alimentados por la Eucaristía aquellos hombres encontraron las fuerzas para
regresar a Jerusalén. Porque uno de los efectos inmediatos de la comunión, como
indica su nombre, es acrecentar nuestra unión a toda la Iglesia. Salimos de la
soledad y la tristeza, en la que se encuentra el hombre sin esperanza y
retornamos con alegría a la casa que Dios ha hecho para nosotros: la Iglesia.
Fijémonos,
además, en otro aspecto. A raíz de su encuentro con Jesucristo, aquellos dos
hombres entienden de una manera nueva lo acontecido en Jerusalén. Son
iluminados para releer la historia. Lo que habían vivido como un terrible
fracaso, la muerte de su Maestro, se les muestra ahora como la mayor de las
victorias: ha resucitado. Podemos alargar esa nueva comprensión a todos los
datos de nuestra vida. Encontrarnos con Jesús resucitado, y esa experiencia es
tan posible hoy como lo fue en aquel viaje hacia Emaús, comporta poder leer
nuestra propia historia y entenderla de una manera nueva. Podemos ver como el
Señor ha aprovechado incluso nuestras faltas para hacer una obra grande. Como
aquel día es Él quien sale a nuestro encuentro y nos ofrece su compañía. No nos
impone nada. Ilumina nuestro interior y nos conduce al encuentro de la
Eucaristía y nos da la fuerza que viene de lo alto y nos cautiva con una
alegría que ningún otro nos puede dar.