jueves, 28 de febrero de 2013

Domingo 3 de Marzo

Comentario al Evangelio 
del tercer domingo de Cuaresma

El Evangelio de Juan



Capítulo 1: Cristo, el Hijo de Dios
Capítulo 2: Cristo, el Hijo del hombre
Capítulo 3: Cristo, el divino maestro
Capítulo 4: Cristo, el que convierte almas
Capítulo 5: Cristo, el gran médico
Capítulo 6: Cristo, el pan de vida
Capítulo 7: Cristo, el agua de vida
Capítulo 8: Cristo, defensor de los débiles
Capítulo 9: Cristo, la luz del mundo
Capítulo 10: Cristo, el buen pastor
Capítulo 11: Cristo, príncipe de vida
Capítulo 12: Cristo Rey
Capítulo 13: Cristo siervo
Capítulo 14: Cristo, el consolador
Capítulo 15: Cristo, la vid verdadera
Capítulo 16: Cristo, el que concede el Espíritu Santo
Capítulo 17: Cristo, el intercesor
Capítulo 18: Cristo, el sufriente ejemplar
Capítulo 19: Cristo, el Salvador enaltecido
Capítulo 20: Cristo, conquistador de la muerte
Capítulo 21: Cristo, rehabilitador del penitente  

El profeta Elías y la mujer viuda de Sarepta



 (Adaptación de 1 Reyes 17,8–16)

—¿Tendría algo que darme de comer y de beber?—preguntó el modesto forastero—. El hambre y el cansancio del viaje me han debilitado. Se lo ruego.
Me compadecí. Yo también tenía retortijones de hambre. En Sarepta, como por lo visto en la región de donde venía aquel forastero, había sequía y escasez. Yo también me sentía débil y cansada. Como él, necesitaba que alguien me salvara de la muerte.
Casi no tenía nada, y ¡él me pedía que le diera lo poco que me quedaba! Si hubiera vivido sola y no hubiera tenido a nadie a mi cuidado, le habría cedido sin titubear mi último bocado. Confieso que yo le había dado a Dios sobrados motivos para volverme la espalda. No merecía vivir. Pero... ¿y mi hijito, la luz de mis ojos, a quien adoraba?
—Pase... Claro, entre —respondí con voz vacilante—. Pero ya verá que no tengo nada que ofrecerle. Con la harina y el aceite que me quedan pensaba preparar una última comida para mi hijo y para mí antes de dejarnos morir. Estábamos juntando ramitas para el fuego cuando usted se apareció. 
Mi hijo era apuesto, mas se le veía demacrado por lo poco que había comido en las últimas semanas. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Siempre lucía una sonrisa.
—Madre —me dijo—, yo también encontré unas ramitas. Cayeron anoche con el viento. Con ellas haremos un buen fuego.
El forastero miró al niño a los ojos y señaló:—Sin duda el Señor me trajo aquí.
Miré a mi hijo, con sus rizos castaños despeinados por la brisa. Tenía los ojos clavados en mí, como mira un niño a su madre, con confianza y expectación.
—No tenga miedo —dijo el forastero—. Prepare primero una pequeña torta y tráigamela. Luego prepare algo para su hijo y para usted. Porque esto ha dicho el Señor Dios: «La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que el Señor haga llover sobre la faz de la tierra».
Me dirigí a la repisa y bajé la vasija de aceite. La sentí liviana, casi vacía. ¿Por qué estaba haciendo eso por un forastero? No tenía sentido.
—Hijo, enciende el fuego mientras preparo el pan.
 Tomé el saco de harina que tenía en la tinaja, y que también estaba casi vacío. Pero mientras amasaba, ocurrió algo extraño: recuperé la energía en las manos, y mis pies avanzaron ligeros en dirección al horno. Aquel pan que estaba preparando tenía algo peculiar.
Procuré no hacer caso de los dolores que me provocaba el hambre, mientras el cuarto se llenaba del aroma del pan recién horneado. También evité la mirada atenta de mi hijo.
El forastero tomó el pan que le ofrecí. Lo sostuvo en alto y dirigiéndose a Dios rogó:
—Señor, bendice esta comida que has provisto y a la persona que la preparó.
Seguidamente se volvió hacia mí, sonrió y me dijo: —Ahora prepare una torta para usted y su hijo.
—Pero es que… ya no queda más… —dije vacilante.
Con la mirada me indicó que no dudara y simplemente siguiera sus instrucciones. 
—Hijo, alcánzame la harina y el aceite. Maravillado el niño me entregó la harina. Hacía muchos días que el saco no estaba tan pesado. Cuando me pasó la vasija del aceite, estaba tan llena que se derramó un poco. Nuestro corazón también se desbordaba de emoción. Así, Dios cumplió Su palabra. Lo que no había sido más que un puñado de harina y unas gotas de aceite nos alcanzó para sobrevivir tres años hasta que pasó la hambruna.

miércoles, 27 de febrero de 2013

Tesoros en el Cielo



Zaqueo miró por la ventana hacia el poniente. Las aguas del mar se mecían suavemente, teñidas de ámbar por el ocaso. Era también el ocaso de su vida, y un buen momento para hacer un balance de ella. Se consideraba un hombre afortunado. Sus remembranzas le arrancaron una sonrisa. Evocó rostros de niños alegres, de personas que habían recuperado la esperanza, de incrédulos que habían descubierto la fe, manifestaciones del amor de Dios por Su pueblo. ¡Cuánto significaban para él esos recuerdos! Pero no siempre había sido así.
—¡Vendido!
—¡Maldito ladrón!
—¡Canalla!
Se había acostumbrado a que lo insultaran a sus espaldas y a veces a la cara. Hasta los mendigos se mostraban reacios a aceptar sus limosnas. Era incongruente que, siendo él un hombre acaudalado, los dirigentes religiosos prohibieran a los pobres aceptar dinero de él. La pésima reputación que se había ganado entre los suyos por el oficio que desempeñaba no lo había disuadido de seguir trabajando para los conquistadores romanos, procurando llegar cada vez más alto hasta convertirse en jefe de los recaudadores de impuestos: un hombre poderoso y próspero, pero despreciado.
A base de tesón había logrado amasar una fortuna; pero esta no le había proporcionado más que una existencia vacua, en la que el amor brillaba por su ausencia. «¡Vanidad de vanidades! ¿Para qué sirve todo esto?», se preguntaba con frecuencia, recordando las palabras de Salomón que describían a la perfección la vida que llevaba: «Todos sus días no son sino dolores, y sus trabajos molestias; aun de noche su corazón no reposa» (Eclesiastés 2:23).
La curiosidad pudo más que él ese día. Al igual que los demás residentes de Jericó, escuchó rumores sobre el maestro que estaba de visita en la ciudad. Decían incluso que hacía sanaciones milagrosas. La mayoría de los que iban a verlo tenían la esperanza de que obrara algún milagro. En todo caso, era tanta la gente que se estaba juntando que las posibilidades de llegar a ver algo eran cada vez más escasas. Con lo bajito que era él, la multitud le impediría la visibilidad, a menos que se encaramara a alguna parte.
En ese momento advirtió un sicómoro grande a la vera del camino. No era difícil de trepar. En un momento logró situarse en un punto desde el que podía observar al gentío que se iba desplazando lentamente. La atención de todos estaba centrada en un hombre de estatura mediana y aspecto bondadoso que hablaba con autoridad.
Cuando la multitud llegó a la altura del árbol, el hombre se dirigió a él en voz alta:
—¡Zaqueo, desciende! Quiero conocerte. Llévame a tu casa.
Habían transcurrido muchos años desde el día en que aquel invitado imprevisto cenó en su casa. En aquella ocasión Zaqueo no comprendió lo trascendentales que serían las pocas horas que departieron. Sin embargo, en retrospectiva se daba cuenta de que los momentos que pasó con aquel amable extraño no solo lo transformaron a él, sino que cambiaron totalmente su forma de relacionarse con todas las personas a partir de entonces.
La palabras del Maestro penetraron en el corazón de Zaqueo. Que su vida era insustancial no era nada nuevo: ya se había dado cuenta de ello; pero ese día tomó conciencia de que podía hacer algo para remediarlo. Antes de concluir la noche prometió donar la mitad de sus bienes, una suma nada desdeñable. Tampoco fue una promesa vacía. Fiel a su palabra, Zaqueo devolvió lo que correspondía a las personas a las que había cobrado impuestos excesivos. Es más, para compensar su anterior falta de honradez les restituyó cuatro veces la cantidad que les había estafado.
—No te hagas tesoros en la Tierra —le había dicho el Maestro—; sino hazte tesoros en el Cielo. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mateo 6:19-21). Trabaja, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del Hombre te dará» (Juan 6:27).
Frente a semejante consejo, recaudar impuestos para amasar una fortuna perdió para él todo atractivo.
La transformación tomó un tiempo, pero a la larga Zaqueo pudo seguir los pasos de su Maestro. Aprendió que los mandamientos más importantes eran amar a Dios y amar al prójimo (Mateo 22:37–40). Así, el resto de su vida transitó por la senda de la generosidad.
El sol ya se había ocultado. Por última vez Zaqueo cerró los ojos. Serenamente pasó de este mundo al otro. Allí, con una espléndida aurora, lo recibió el Salvador, al que había amado desde el día en que se conocieron en un polvoriento camino años atrás.
* * *
Según la tradición y los escritos de Clemente de Alejandría (c. 150–215), Zaqueo llegó a ser compañero del apóstol Pedro y con el tiempo fue nombrado obispo de Cesarea.
(Basado en Lucas 19:1–10.)

Dios nos ayuda a ser nosotros mismos



Cada uno de nosotros somos absolutamente únicos e irrepetibles. No ha existido jamás nadie idéntico a mí ni existirá nunca. Es cierto que hay personas que tienen cierto parecido exterior pero lo cierto es que ni siquiera los gemelos son idénticos, cada uno de ellos es absolutamente diferente al otro.
Sin embargo, no siempre es fácil ser uno mismo, es decir, sentir, pensar o actuar como nos gustaría. Es más, más allá de gustos, se trata de ser sinceros con nosotros mismos: queremos poder ser nosotros mismos en cada momento. Pero lo cierto es que hay muchos factores que lo hacen difícil. El primer obstáculo lo encontramos en nosotros mismos: a pesar de querer actuar o ser de una determinada manera, no lo conseguimos porque albergamos miedos o porque nos son más fáciles otras opciones. Y, como segundo obstáculo, debemos citar nuestro entorno, aquellas circunstancias y personas que nos rodean.
Ser uno mismo exige esfuerzo. En primer lugar exige renunciar a lo fácil, lo cómodo. Lo vamos a ver con un ejemplo. Es fácil quedarse tirado en el sofá jugando en el pc. Evidentemente, es necesaria la diversión pero  se puede convertir en un peligro cuando nos lleva a olvidarnos de otras facetas de nuestra existencia que también son importantes como por ejemplo la relación con nuestros familiares y amigos, o la práctica de deporte o el cultivo de nuestra mente echando mano de un libro instructivo… En segundo lugar exige limitar la influencia “de nuestro entorno”, de las circunstancias en las que vivimos y de las personas con las que nos relacionamos. Lo fácil es ser como los demás quieren, o de tal forma que las circunstancias nos sean beneficiosas… incluso si es necesario faltar a la verdad. Vamos a poner otro ejemplo. Es fácil tener “amigos” cuando decimos lo que los demás quieren escuchar.
¿Quién o qué nos puede ayudar a ser nosotros mismos? Nos ayudan a ser nosotros mismos las personas que nos respetan, que no se imponen a nuestra forma de pensar, de sentir o de actuar. Son las personas que saben de la importancia que tiene la libertad y la respetan. Son las personas que nos quieren y para las que lo más importante es que seamos felices. Estar con personas así, abrirnos a ellas, compartir nuestra vida con estas personas, tener en cuenta sus consejos, su forma de ver la vida… nos ayuda a ser nosotros mismos.
Y, llegados a este punto, la pregunta clave es: “¿existen personas así?”. Efectivamente, no es fácil encontrar personas así. No pensemos que nos vamos a encontrar a cientos. No. Pero existen. Quizás no tenemos que ir muy lejos para encontrarlas: si las buscamos en nuestra familia seguro que las encontramos, y en nuestro grupo de amigos, o… en circunstancias que la vida nos va regalando. Pero, sin duda alguna, la persona que más nos ayuda a ser nosotros mismos es Dios, porque Él es el que más nos quiere. Él nos ha creado porque nos quiere y porque quiere que seamos felices. Para que tuviéramos noticias de su gran amor se hizo uno como nosotros naciendo de la Virgen María. Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios que, con sus enseñanzas, nos quiere ayudar a ser nosotros mismos. El Evangelio, la vida de Jesús, son los consejos que nos da Dios, la persona que más nos quiere.