Ahora que los belenes se van a llenar de pastores,
cabras y ovejas, voy a contar una historia de pastores, cabras y cabritos. Hay
cabras que se quedan sin leche, y no pueden alimentar a su cabrito; también
ocurre que un cabrito se muere y la madre, por mucha leche que tenga, se queda
sin hijo al que alimentar. En estos casos los pastores cortan con mucho cuidado
la piel del cabrito muerto y con ella cubren a aquel cuya madre se ha quedado
sin leche. Y a ese cabrito, con la piel del otro, se lo acercan a la cabra con
leche a la que se le ha muerto el hijo para que alimente al que lleva la piel
del hijo. Al principio, la madre no lo reconoce y lo rechaza, pero poco a poco,
al oler la piel del hijo que cubre al que necesita alimento, se produce un
acercamiento entre los dos y la cabra acoge al que lleva la piel de su hijo.
Al escuchar esta historia, que me contó un aprendiz
de pastor, espontáneamente pensé en una historia bíblica. La de la madre de
Jacob y Esaú, que viste a su hijo menor con la piel de oveja que el mayor
utilizaba para cubrirse, para engañar así al padre prácticamente ciego,
logrando que el padre se confunda y bendiga a Jacob, el menor, en lugar de
Esaú, el mayor. Estas historias de animales y de humanos, en las que uno se
pone la piel del otro, encierran una profunda lección. A veces invitamos a
“ponerse en la piel del otro” para comprender acciones que no nos gustan o con
las que estamos en desacuerdo. Se trata, por un momento, de pensar: ¿qué haría
yo si estuviera en su lugar? Pero cuando ese otro al que se nos invita a
ponernos en su lugar es ajeno o alejado, la invitación resulta poco efectiva.
Y, al tiempo que condenamos la acción que no nos gusta, pensamos que nosotros
hubiéramos obrado de otro modo.
Ahora bien, cuando alguien cercano a nosotros, un
hijo, una hermana, una persona querida, se encuentra enfrascada en situaciones
que hemos condenado (divorcio, pareja de hecho, lesbianismo, drogas), entonces
vamos un poco perdidos, sobre todo si nuestro amor era y es auténtico. Puede y
suele ocurrir que, tras el primer desconcierto, sigamos amando a esas personas,
y les amemos con esa circunstancia desconocida hasta ahora para nosotros. Esta
historia de cabras y cabritos nos invita a modificar el “ponte en la piel del
otro”, por el “imagina que este lejano o desconocido que condenas lleva la piel
de tu hijo”. No se trata de justificar lo injustificable, pero sí de no
condenar precipitadamente algunas situaciones personales (sobre todo cuando no
son actos delictivos, sino realidades humanas con las que uno se encuentra), de
comprender que cada persona es un misterio, de dar gracias a Dios por lo que
somos y tenemos, y de ayudar a los otros a sobrellevar sus dificultades. De
tratar al otro como si fuera tu hijo. O como si fueras tú: “amarás a tu prójimo
como a ti mismo”.