martes, 4 de diciembre de 2012

María Magdalena y Jesús resucitado 2 de 2



Después de que María Magdalena dice a los ángeles las razones que tiene para llorar “dicho esto, se volvió”. Puede otorgársele a este darse la vuelta suyo un valor metafórico, como el de un cambio de rumbo. Ve a Jesús, que está ahí de pie, pero no lo reconoce. “Le dice Jesus: mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?”. Ya hemos recordado que las primeras palabras que Jesús dirige a los dos discípulos de San Juan Bautista que le siguen son precisamente: “¿qué buscáis?” y ellos responden “Rabbí, ¿dónde vives?”. En esta ocasión la pregunta se ha hecho más precisa: “¿a quién buscas?” y está unida con la emoción profunda del llanto.
“Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré”. Jesús le dice: “María”. Es decir, se presenta ante ella con una palabra de afecto, de interpelación directa y personal. No declara: “Soy yo, he resucitado, he vencido a la muerte”; no le da ningún anuncio, y la toca de la manera más delicada y afectuosa posible, pronunciando el nombre que ella le había oído pronunciar muchas veces, una palabra personalísima que es para la Magdalena una revelación.
Llegados a ese punto, ella se vuelve hacia Él, profundamente cambiada –podemos imaginárnosla llena de alegría, de entusiasmo, de exultación- y grita: “Rabbuní, Maestro”. Su alma, definitivamente, se vuelve de forma total hacia la gloria y el amor del Señor: se arroja a sus pies, le abraza las rodillas, le besa, exactamente igual que la mujer en casa de Simón, hasta el punto de que Jesús ha de decirle: “deja de tocarme, que todavía no he subido al Padre. Pero vete a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”. María de Magdala, según San Juan, no es solamente la primera a quien se le aparece Jesús resucitado; es también la primera en recibir de Él la misión formal de anunciar la Resurrección, la ascensión al Padre, el término de su camino, de su éxodo.
Una misión que cumple sin demora: “fue María Magdalena y dijo a los discípulos: he visto al Señor, y que había dicho estas palabras”. En su anuncio se muestra perfectamente fiel.
Recuerdo a San Ambrosio, quien, comentando ampliamente el personaje, le reprocha a la mujer su actitud restrictiva, mundana, su búsqueda de Jesús en el sepulcro, como si fuera aún un muerto entre los muertos, es decir, en el ámbito de la realidad de este mundo.
Otros, sin embargo –he leído por ejemplo una reciente tesis dedicada a la Magdalena-, consideran que su manera de actuar no puede ser considerada reprobable en ningún caso, porque deja entrever una cierta fe “implícita” en la resurrección.
María había sido la servidora fiel: junto a las otras mujeres, había seguido a Jesús diligentemente, encargándose de su sustentamiento y de su bienestar, de lavar sus vestidos, de preparar la cena.
Ahora se convierte en una amante estática, fuera de sí, que ni siquiera sabe bien lo que dice y hace, movida más por el afecto que por el razonamiento: su razonamiento es indudablemente equivocado, su teología, errada, pero, con todo, ama muchísimo.  Por eso he recordado a la mujer en casa de Simón, que “ha mostrado mucho amor”. María no se considera a sí misma como el centro de su propia existencia, porque está totalmente desequilibrada hacia Jesús. Y Él, pasando por encima de todas las imperfecciones de su fe, de su búsqueda, se le manifiesta, de modo que ella se siente amada inmensamente. Es el exceso de la benevolencia de Jesús, que se presenta a ella la primera, la llama simplemente por su nombre, de alguna forma aprecia su locura.
Y ese exceso de amor del que se siente objeto, hace de ella una anunciadora del Evangelio.
Carlo M. Martini