Después
de que María Magdalena dice a los ángeles las razones que tiene para llorar “dicho esto, se volvió”. Puede
otorgársele a este darse la vuelta suyo un valor metafórico, como el de un
cambio de rumbo. Ve a Jesús, que está ahí de pie, pero no lo reconoce. “Le dice Jesus: mujer, ¿por qué lloras? ¿a
quién buscas?”. Ya hemos recordado que las primeras palabras que Jesús
dirige a los dos discípulos de San Juan Bautista que le siguen son
precisamente: “¿qué buscáis?” y ellos responden “Rabbí, ¿dónde vives?”. En esta ocasión la pregunta se ha hecho más
precisa: “¿a quién buscas?” y está
unida con la emoción profunda del llanto.
“Ella, pensando que era el encargado del
huerto, le dice: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me
lo llevaré”. Jesús le
dice: “María”. Es decir, se presenta
ante ella con una palabra de afecto, de interpelación directa y personal. No
declara: “Soy yo, he resucitado, he
vencido a la muerte”; no le da ningún anuncio, y la toca de la manera más
delicada y afectuosa posible, pronunciando el nombre que ella le había oído
pronunciar muchas veces, una palabra personalísima que es para la Magdalena una
revelación.
Llegados
a ese punto, ella se vuelve hacia Él, profundamente cambiada –podemos imaginárnosla
llena de alegría, de entusiasmo, de exultación- y grita: “Rabbuní, Maestro”. Su alma, definitivamente, se vuelve de forma
total hacia la gloria y el amor del Señor: se arroja a sus pies, le abraza las
rodillas, le besa, exactamente igual que la mujer en casa de Simón, hasta el
punto de que Jesús ha de decirle: “deja
de tocarme, que todavía no he subido al Padre. Pero vete a mis hermanos y
diles: subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”. María de
Magdala, según San Juan, no es solamente la primera a quien se le aparece Jesús
resucitado; es también la primera en recibir de Él la misión formal de anunciar
la Resurrección, la ascensión al Padre, el término de su camino, de su éxodo.
Una
misión que cumple sin demora: “fue María
Magdalena y dijo a los discípulos: he visto al Señor, y que había dicho estas
palabras”. En su anuncio se muestra perfectamente fiel.
Recuerdo
a San Ambrosio, quien, comentando ampliamente el personaje, le reprocha a la
mujer su actitud restrictiva, mundana, su búsqueda de Jesús en el sepulcro, como
si fuera aún un muerto entre los muertos, es decir, en el ámbito de la realidad
de este mundo.
Otros,
sin embargo –he leído por ejemplo una reciente tesis dedicada a la Magdalena-,
consideran que su manera de actuar no puede ser considerada reprobable en
ningún caso, porque deja entrever una cierta fe “implícita” en la resurrección.
María
había sido la servidora fiel: junto a las otras mujeres, había seguido a Jesús
diligentemente, encargándose de su sustentamiento y de su bienestar, de lavar
sus vestidos, de preparar la cena.
Ahora se
convierte en una amante estática,
fuera de sí, que ni siquiera sabe bien lo que dice y hace, movida más por el
afecto que por el razonamiento: su razonamiento es indudablemente equivocado,
su teología, errada, pero, con todo, ama muchísimo. Por eso he recordado a la mujer en casa de
Simón, que “ha mostrado mucho amor”.
María no se considera a sí misma como el centro de su propia existencia, porque
está totalmente desequilibrada hacia Jesús. Y Él, pasando por encima de todas
las imperfecciones de su fe, de su búsqueda, se le manifiesta, de modo que ella
se siente amada inmensamente. Es el exceso de la benevolencia de Jesús, que se
presenta a ella la primera, la llama simplemente por su nombre, de alguna forma
aprecia su locura.
Y ese
exceso de amor del que se siente objeto, hace de ella una anunciadora del
Evangelio.
Carlo M.
Martini