El hombre, imagen de Dios Jesús no sólo revela a
Dios, sino que, desde el punto de vista cristiano, revela también lo que es el
hombre. ¿Por qué? Porque el hombre, desde el capítulo primero del Génesis, ha
sido creado a imagen de Dios: «Hagamos al
hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza», dice el texto (Gn1,26). Los
Padres de la Iglesia han sólido interpretar este texto en el sentido de que el
hombre ya está hecho a imagen de Dios, y a lo largo de su vida tiene que irse
haciendo semejante a Dios. El hombre será hombre en la medida en que reproduzca
en su ser la imagen de Dios. Desde el punto de vista cristiano, la imagen de
Dios es Jesús. Él es quien realiza la verdadera imagen de Dios.
Cuando Jesús de Nazaret dice: «yo como», «yo ando»,
«yo vivo», «yo me muevo», es Dios quien está diciendo: «yo como», «yo ando»,
«yo vivo», «yo me muevo». Acabo de expresar algo de lo que significa la unión
hipostática, por mencionar la palabra clásica. Por tanto, al ver a Jesús vemos
la verdadera imagen de Dios, la imagen de Dios mejor realizada. En
consecuencia, vemos al hombre más perfecto. Al verdadero hombre. Y todos los
demás seremos hombres en la medida en que realicemos en nosotros la misma
imagen de Jesús. Como dice San Pablo en la Carta a los Romanos, «estamos llamados a reproducir la imagen de
su Hijo» (Rm8,29).
Lo que Jesús ha hecho ha sido, simple y llanamente,
vivir para la voluntad de Dios. El motor que mueve a Jesús por dentro, lo que
da sentido a su vida, es el cumplimiento de la voluntad de Dios. Y la voluntad
de Dios es precisamente la fidelidad de Jesús. ¿Cuál es la obra de Jesús? ¿Qué
hizo Jesús? Sencillamente, amar incondicionalmente. Así nos revela Jesús la
verdadera imagen de Dios. Dios es Padre, porque ama incondicionalmente a los
hombres, y así es como Jesús realiza el sentido de la creación, que no es otro
que corresponder al amor de Dios. Como sugiere la Carta a los Efesios (1,3ss),
la creación surge de la voluntad de Dios de encontrar un lugar fuera de Sí
mismo en el que poder poner su amor. Ése es su fin y su sentido: que Dios ponga
en la creación su amor y la creación pueda corresponder libremente al amor de
Dios. Ahí está el sentido de la historia, el sentido de la creación y el sentido
de la vida humana: el amor de Dios que se regala libremente y que espera ser
correspondido también libremente. Todo amor se da, se entrega, esperando ser
correspondido. Pero se da aunque no sea correspondido. Por eso el verdadero
amor es siempre incondicional. En el momento en que el amor, al no ser
correspondido, deja de darse, ha dejado de ser amor y se ha convertido en egoísmo.
Así pues, lo que se juega en la historia es la correspondencia de la humanidad
al amor libre y gratuito de Dios.
La vida de Jesús es, pues, realizar la voluntad del
Padre, o sea, corresponder al amor del Padre. Ser hombre consiste, pues,
exactamente en esto: en corresponder al amor gratuito de Dios. Hay un pasaje en
el evangelio de Mateo (Mt5,48) y en su paralelo en Lucas (Lc6,36) que resume
muy bien lo que quiero decir. «Sed
perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Así dicho, la frase no
parece tener mucho sentido. ¿Es posible ser perfectos como Dios? ¿Dónde está
nuestra perfección análoga a la perfección divina? ¿Cómo se nos puede invitar a
ser perfectos como Dios? Hay que leer la línea siguiente: «El Padre celestial hace salir su sol sobre buenos y malos, y llover
sobre justos y pecadores». Dios no hace que llueva sobre el campo de los
buenos y deje de llover sobre el campo de los malos. Dios no hace que salga el
sol sobre los que van a misa el domingo y no salga sobre los que no van a misa,
sino que el amor de Dios es incondicionado. Ama a justos e injustos, a buenos y
malos. Ésa es la imagen de Dios que reproduce Jesús. Y ésa es la perfección de
Dios que nosotros tenemos que imitar.
JOSE RAMON
BUSTO SAIZ