lunes, 10 de diciembre de 2012

JESÚS, REVELA A DIOS Y AL HOMBRE



El hombre, imagen de Dios Jesús no sólo revela a Dios, sino que, desde el punto de vista cristiano, revela también lo que es el hombre. ¿Por qué? Porque el hombre, desde el capítulo primero del Génesis, ha sido creado a imagen de Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza», dice el texto (Gn1,26). Los Padres de la Iglesia han sólido interpretar este texto en el sentido de que el hombre ya está hecho a imagen de Dios, y a lo largo de su vida tiene que irse haciendo semejante a Dios. El hombre será hombre en la medida en que reproduzca en su ser la imagen de Dios. Desde el punto de vista cristiano, la imagen de Dios es Jesús. Él es quien realiza la verdadera imagen de Dios.
Cuando Jesús de Nazaret dice: «yo como», «yo ando», «yo vivo», «yo me muevo», es Dios quien está diciendo: «yo como», «yo ando», «yo vivo», «yo me muevo». Acabo de expresar algo de lo que significa la unión hipostática, por mencionar la palabra clásica. Por tanto, al ver a Jesús vemos la verdadera imagen de Dios, la imagen de Dios mejor realizada. En consecuencia, vemos al hombre más perfecto. Al verdadero hombre. Y todos los demás seremos hombres en la medida en que realicemos en nosotros la misma imagen de Jesús. Como dice San Pablo en la Carta a los Romanos, «estamos llamados a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm8,29). 
Lo que Jesús ha hecho ha sido, simple y llanamente, vivir para la voluntad de Dios. El motor que mueve a Jesús por dentro, lo que da sentido a su vida, es el cumplimiento de la voluntad de Dios. Y la voluntad de Dios es precisamente la fidelidad de Jesús. ¿Cuál es la obra de Jesús? ¿Qué hizo Jesús? Sencillamente, amar incondicionalmente. Así nos revela Jesús la verdadera imagen de Dios. Dios es Padre, porque ama incondicionalmente a los hombres, y así es como Jesús realiza el sentido de la creación, que no es otro que corresponder al amor de Dios. Como sugiere la Carta a los Efesios (1,3ss), la creación surge de la voluntad de Dios de encontrar un lugar fuera de Sí mismo en el que poder poner su amor. Ése es su fin y su sentido: que Dios ponga en la creación su amor y la creación pueda corresponder libremente al amor de Dios. Ahí está el sentido de la historia, el sentido de la creación y el sentido de la vida humana: el amor de Dios que se regala libremente y que espera ser correspondido también libremente. Todo amor se da, se entrega, esperando ser correspondido. Pero se da aunque no sea correspondido. Por eso el verdadero amor es siempre incondicional. En el momento en que el amor, al no ser correspondido, deja de darse, ha dejado de ser amor y se ha convertido en egoísmo. Así pues, lo que se juega en la historia es la correspondencia de la humanidad al amor libre y gratuito de Dios.
La vida de Jesús es, pues, realizar la voluntad del Padre, o sea, corresponder al amor del Padre. Ser hombre consiste, pues, exactamente en esto: en corresponder al amor gratuito de Dios. Hay un pasaje en el evangelio de Mateo (Mt5,48) y en su paralelo en Lucas (Lc6,36) que resume muy bien lo que quiero decir. «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Así dicho, la frase no parece tener mucho sentido. ¿Es posible ser perfectos como Dios? ¿Dónde está nuestra perfección análoga a la perfección divina? ¿Cómo se nos puede invitar a ser perfectos como Dios? Hay que leer la línea siguiente: «El Padre celestial hace salir su sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos y pecadores». Dios no hace que llueva sobre el campo de los buenos y deje de llover sobre el campo de los malos. Dios no hace que salga el sol sobre los que van a misa el domingo y no salga sobre los que no van a misa, sino que el amor de Dios es incondicionado. Ama a justos e injustos, a buenos y malos. Ésa es la imagen de Dios que reproduce Jesús. Y ésa es la perfección de Dios que nosotros tenemos que imitar.
JOSE RAMON BUSTO SAIZ