Allí estaba yo, de incógnito: un ministro
protestante de paisano, deslizándome al fondo de una capilla católica de
Milwaukee para presenciar mi
primera Misa. Me había llevado hasta allí la curiosidad, y todavía no
estaba seguro de que fuera una curiosidad sana. Estudiando los escritos de los primeros cristianos había encontrado
incontables referencias a «la liturgia», «la Eucaristía», «el sacrificio». Para
aquellos primeros cristianos, la Biblia, el libro que yo amaba por encima de
todo, era incomprensible si se la separaba del acontecimiento que los católicos
de hoy llamaban « la Misa».
Quería
entender a los primeros cristianos; pero no tenía ninguna experiencia de
la liturgia. Así que me convencí para ir y ver, como si se tratara de un
ejercicio académico, pero prometiéndome continuamente que ni me arrodillaría,
ni tomaría parte en ninguna idolatría.
Me senté en la penumbra, en un banco de la parte de
más atrás de aquella cripta. Delante de mí había un buen número de fieles,
hombres y mujeres de todas las edades. Me impresionaron sus genuflexiones y su
aparente concentración en la oración. Entonces sonó una campana y todos se
pusieron de pie mientras el sacerdote aparecía por una puerta junto al altar.
Inseguro de mí mismo, me quedé sentado. Como evangélico calvinista, se me había preparado durante años para creer que la Misa era el mayor sacrilegio que un hombre podría cometer. La Misa, me habían enseñado, era un ritual que pretendía «volver a sacrificar a Jesucristo». Así que permanecería como mero observador. Me quedaría sentado, con mi Biblia abierta junto a mí.
Sin embargo, a medida que avanzaba la Misa, algo me golpeaba. La Biblia ya no estaba junto a mí.Estaba delante de mí: ¡en las palabras de la Misa! Una línea era de Isaías, otra de los Salmos, otra de Pablo. La experiencia fue sobrecogedora. Quería interrumpir a cada momento y gritar: «Eh, ¿puedo explicar en qué sitio de la Escritura sale eso? ¡Esto es fantástico!» Aún mantenía mi posición de observador. Permanecía al margen hasta que oí al sacerdote pronunciar las palabras de la consagración: «Esto es mi Cuerpo... éste es el cáliz de mi Sangre».
Inseguro de mí mismo, me quedé sentado. Como evangélico calvinista, se me había preparado durante años para creer que la Misa era el mayor sacrilegio que un hombre podría cometer. La Misa, me habían enseñado, era un ritual que pretendía «volver a sacrificar a Jesucristo». Así que permanecería como mero observador. Me quedaría sentado, con mi Biblia abierta junto a mí.
Sin embargo, a medida que avanzaba la Misa, algo me golpeaba. La Biblia ya no estaba junto a mí.Estaba delante de mí: ¡en las palabras de la Misa! Una línea era de Isaías, otra de los Salmos, otra de Pablo. La experiencia fue sobrecogedora. Quería interrumpir a cada momento y gritar: «Eh, ¿puedo explicar en qué sitio de la Escritura sale eso? ¡Esto es fantástico!» Aún mantenía mi posición de observador. Permanecía al margen hasta que oí al sacerdote pronunciar las palabras de la consagración: «Esto es mi Cuerpo... éste es el cáliz de mi Sangre».
Sentí entonces que toda mi duda se esfumaba. Mientras veía al sacerdote alzar la
blanca hostia, sentí que surgía de mi corazón una plegaria como un susurro:
«¡Señor mío y Dios mío. Realmente
eres tú!»
Desde ese momento, era lo que se podría llamar un
caso perdido. No podía imaginar
mayor emoción que la que habían obrado en mí esas palabras. La
experiencia se intensificó un momento después, cuando oí a la comunidad
recitar: «Cordero de Dios... Cordero de Dios... Cordero de Dios», y al
sacerdote responder: «Éste es el Cordero de Dios...», mientras levantaba la
hostia.
En menos de un minuto, la frase «Cordero de Dios»
había sonado cuatro veces. Con muchos años de estudio de la Biblia, sabía
inmediatamente dónde me encontraba. Estaba en el libro del Apocalipsis, donde a
Jesús se le llama Cordero no menos de veintiocho veces en veintidós capítulos.
Estaba en la fiesta de bodas que describe San Juan al final del último libro de
la Biblia. Estaba ante el trono celestial, donde Jesús es aclamado eternamente
como Cordero. No estaba preparado
para esto, sin embargo...: ¡estaba en Misa!
Schott Hahn