Nunca hubiéramos sospechado nosotros hasta qué
extremos Dios ama al hombre y se preocupa por nosotros. Pero, en Cristo ha
sucedido algo que, bien pensado, resulta desconcertante y solo puede explicarse
por amor: Dios ha querido hacerse hombre, compartir nuestra propia vida y saber
por experiencia propia qué es ser hombre y qué es vivir esta vida dura,
dolorosa y difícil (1 Jn 4, 9.16). En Jesús de Nazaret, Dios ha decidido de una vez
para siempre ser hombre, con todas sus consecuencias. Ya no hay un Dios cuya
vida pueda discurrir al margen de la humanidad, independiente de nuestra vida.
Dios ya no es Alguien que desconoce nuestra vida y no sabe “ponerse en nuestro
lugar”. Dios ha querido ser para siempre hombre, con nosotros y para nosotros. Esto quiere decir que el Creador no ha querido ser
solamente fuente y origen de la vida creatural. Ha querido, además, conocer
personalmente cómo es la vida débil de la criatura. En Jesucristo, Dios se ha
acercado al mundo creatural de una manera única, insuperable, irrepetible. En
Jesús, Dios vive y se hace presente de una manera tan total, tan inmediata y
personal, que de este hombre no podemos decir solamente que es “imagen de Dios”
como nosotros. En este caso, tenemos que confesar que es “Hijo de Dios”, es
decir, Jesús es Dios viviendo nuestra vida humana, Dios compartiendo nuestra
existencia débil de criaturas. Para nosotros, éste es el acontecimiento decisivo de
toda la historia. No ha sucedido ni podrá suceder en el mundo nada más
importante. Dios ha querido, de verdad, ser nuestro hermano, pertenecer a la
especie humana Dios ha querido ser uno de los nuestros y ya no puede dejar de
amar y de preocuparse por esta humanidad en la que se ha encarnado y a la que
El mismo pertenece. Dios ha querido ser hombre con todas sus
consecuencias y vivir nuestra experiencia humana hasta el fondo, deteniéndose
solo ante lo imposible. La Encarnación no ha sido un teatro bien montado ni un
paseo de Dios por el mundo, vestido con ropaje humano. Dios no ha querido jugar
a ser hombre. No ha querido vivir una vida de “super-hombre”, una vida que no
sea la nuestra. Dios ha querido conocer nuestra
vida. Por eso, Dios ha querido saber lo que es ir
haciéndose hombre a lo largo de la vida, ir creciendo en edad, en conocimiento
y en madurez, ir descubriendo la vida progresivamente cada vez con mayor
claridad y lucidez, ir aprendiendo a vivir escuchando a los demás, dejándose
enseñar por los acontecimientos, recordando la historia de su pueblo, meditando
las Escrituras. (Lc 2, 40. 52). Dios ha querido saber qué es para un hombre gozar y
sufrir, trabajar y luchar, esperar y desalentarse, confiar en un Padre y
experimentar su abandono (Mc 15, 34). Ha querido conocer cómo se vive desde una
conciencia humana la ignorancia, la duda, la incertidumbre, la búsqueda
dolorosa de la propia misión (Mt 4, 1-11); Mc 14, 32-42). Ha querido tener
experiencia humana de lo que es nuestra pobre vida acosada de preguntas,
miedos, esperanzas y expectativas. Dios ha querido comprobar personalmente el
sufrimiento, las limitaciones, los riesgos, tentaciones y dificultades que
encuentra un hombre para ser verdaderamente humano (Hb 2, 18; 4, 15). Se ha
visto sometido a los condicionamientos de carácter biológico, sicológico,
histórico, cultural,… que sufre todo hombre. Por eso, ha tenido que vivir su
libertad humana con esfuerzo, con lucha, con trabajo, con vigilancia y oración. Ha sufrido en su propia carne y en su propia alma
las consecuencias del egoísmo, la injusticia y la agresividad que domina a los
hombres. Dios sabe ahora por experiencia que el amor más limpio, generoso y
servicial a los hombres puede ser siempre rechazado por ellos. Más aún. Ha
querido saber cómo se vive desde la conciencia oscura y limitada de un hombre
la experiencia de la fe en un Padre que parece abandonarnos en el momento del
sufrimiento y de la muerte (Hb 5, 8; Mc 15, 34; Lc 23, 46). En Cristo, Dios ha compartido esta vida nuestra
cotidiana y desquiciada por el pecado, pero Cristo no puede ser contado entre
los pecadores. En Jesús debemos excluir necesariamente todo aquello que pueda
suponer desobediencia al Padre o complicidad con el pecado. Y no porque Dios no
haya querido solidarizarse con el hombre hasta las últimas consecuencias sino
porque en Dios es inconcebible la experiencia del pecado, ya que pecar es
preferirse egoístamente a uno mismo antes que a Dios. Lo que necesitábamos los hombres no era un Dios que
nos acompañara en el pecado, el egoísmo y la injusticia, sino un Dios que se
solidarizara con nosotros para liberarnos del mal.
J.A. PAGOLA
J.A. PAGOLA