El
evangelista San Lucas narra la aventura de dos discípulos en su retorno a su
aldea, Emaús, con el corazón transido de dolor y sus mentes secas, sus
ojos sin luz, porque vieron morir a aquel en quien habían puesto toda su
ilusión, sus anhelos, sus esperanzas: “vieron
cómo los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran
a muerte y lo crucificaran”.
“Nosotros
esperábamos...que Él sería quien rescatara a Israel; pero van ya tres
días desde que esto ha sucedido”. Por eso ya iban a su pueblo, a su casa, a
sus antiguos quehaceres, a su antigua creencia en el Dios de Abraham, de Isaac
y de Jacob. Empiezan a hablar con un tercer caminante que se les acerca, y
exponen sus desengaños: “Fue un profeta
poderoso en obras y trabajos ante Dios y ante el pueblo”. Esa expresión,
ese pretérito esperábamos, reflejó el derrotismo, la desilusión, la amargura,
la tristeza de los vencidos. Ese pretérito pone un velo de tristeza. Así muchos
hombres, en sus relaciones y actividades terrenas, en los momentos difíciles,
agobiados, no saben del arte de aguardar con fe; no saben tener paciencia; su
esperanza es de aliento corto; son incapaces de romper la oscuridad, para
alcanzar aunque sea un tenue rayo de luz.
“Qué
duros para creer”. Así vio el Señor a los dos viajeros. Se negaban a
aceptar fácilmente aquello inaceptable para sus ojos y para su razón. Se
resistían a dar crédito ante el hecho asombrosamente grande y por arriba de las
mentes, para aquellos hombres apegados a la evidencia. No eran capaces, no
estaban dotados para dar por cierto el gran portento de la resurrección del
Maestro. Duros para creer son también muchos hombres del siglo XXI, porque han
puesto su empeño en las cosas materiales, y sin los criterios de Dios han hecho
de su propia historia personal y colectiva una existencia falsa, una esperanza
ilusoria. Así los ojos no alcanzan a ver más allá de los límites de sus
inquietudes cotidianas. No alcanzar a ver lejos es la miopía de los entregados
sólo a lo cotidiano, a lo cercano, al pequeño mundo de las miserias diarias. Un
panorama minúsculo, un ambiente limitado en tiempo y espacio.
“Era
necesario que el Mesías padeciera todo esto”. Y les llegó la luz.
Ahora los dos discípulos escuchan y habla el Maestro, y comenzando por Moisés y
siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura
que se referían a Él. Les dice la gran verdad, el centro, la clave: la
salvación arranca de la cruz. Los ilustra, abre sus almas y van entendiendo con
mirada de fe la realidad transformadora de las categorías cristianas: Cristo
clavado y muerto en la cruz, no es un vencido, es un vencedor. ¡Así tenía que
suceder! Así quedaba destruida para siempre la tentación de querer reducir el
cristianismo a una misión meramente temporal; no un profeta poderoso en obras y
palabras solamente, sino quien por amor se entregó para cumplir la misión
recibida del Padre. Cristo, el cordero sin mancha, es la ofrenda grata al Padre
y con su sangre derramada destruyó el pecado; es la vida para los que creen en
Él. Debería de morir porque era la voluntad del Padre, y subió a Jerusalén
porque estaba escrito; lo dijeron los profetas, que allí consumaría el misterio
para elevar a los hombres del pecado a la gracia, de la muerte a la vida, para
llevarlos por el camino de la fe a la esperanza por el amor. Aunque el hombre
de este siglo XXI sigue entre miserias, injusticias, crímenes, subdesarrollo,
lastres de toda clase, Cristo ahora, como siempre, purifica, y su palabra guía
a los hombres de buena voluntad. Para vencer había de morir, y era necesario
que el Mesías padeciera todo esto.
Jesús compañero en el camino. Los ojos
de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron. “Con razón
nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las
escrituras”; así comentó uno de ellos cuando lo reconocieron al partir el pan y
cuando desapareció de su mirada. El ser humano es un caminante, un peregrino, y
la mejor manera de caminar es la de la oveja que va siempre cerca de su pastor.
Amor y conocimiento. Primero conocer a Jesús, reconocerlo. “Conocerlo mejor,
para más amarlo y mejor servirle”, dice San Ignacio de Loyola. Jesús, el Dios
íntimo y familiar, sigue presente en la Iglesia, en los sacramentos y
singularmente en la Santa Eucaristía; allí se le reconoce en la fracción del
pan, en la Palabra, en Él y los prójimos, en donde hay amor hay paz. Con razón
arde el corazón de los afortunados al encontrar a Jesús en su camino.
“Se levantaron inmediatamente y regresaron a
Jerusalén”. No podían quedarse quietos, ni guardar en silencio esa
maravillosa experiencia. Los discípulos de Emaús corrieron a dar testimonio de
Cristo resucitado. ¡Lo vieron, lo oyeron! En el siglo actual el cristiano debe
dar con su vida, testimonio de que Cristo resucitó y vive. Para esos
discípulos el Señor Jesús fue compañero en el camino, luz en sus mentes y grata
sorpresa en la fracción del pan.
José
R. Ramírez Mercado