martes, 25 de diciembre de 2012

Juan XXIII



«La Providencia me tomó de mi pueblo natal y me hizo recorrer los caminos del mundo en Oriente y Occidente junto a gentes de religiones e ideologías distintas, preocupado siempre más de lo que une que de lo que separa y provoca contrastes
Era ya de noche, un 11 de octubre de 1962, con una espléndida luna… La plaza de San Pedro estaba llena de gente porque esa tarde se había inaugurado el Concilio Vaticano II. El Papa no tenía pensado salir a la ventana, pero salió. No tenía pensado hablar, pero habló. Lo que dijo aquel día, hoy lo conocemos como El Discurso de la Luna:
«Volviendo a casa encontraréis a vuestros niños. Hacedles una caricia y decidles: esta es la caricia del Papa. Encontraréis también algunas lágrimas que secar, decidles una palabra buena: el Papa está con vosotros, especialmente en las horas de la tristeza y la amargura. En fin, recordemos todos, especialmente, el vínculo de la caridad y, cantando, o suspirando, o llorando, pero siempre llenos de confianza en Cristo que nos ayuda y nos escucha, procedamos serenos y confiados por nuestro camino».
Así era el Papa Bueno. Nos recordó que la Iglesia está llamada a ser caricia, cercanía de Dios, ánimo, palabra amable, consuelo… Nos recordó que la Iglesia es “Madre y Maestra”, nos recordó que necesitamos comprometernos para alcanzar la “Paz en la Tierra”… Y es que recordar es “volver a pasar por el corazón”, y de corazón Juan XXIII sabía mucho.
Y nos habló, sobre todo, de esperanza… de saber mirar a la realidad con los ojos de Dios.
«En el cotidiano ejercicio de nuestro ministerio pastoral llegan a veces a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de almas que, aunque con celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Tales son quienes, en los tiempos modernos, no ven otra cosa que prevaricación y ruina. Van diciendo que nuestra hora, en comparación con las pasadas, ha empeorado, y así se comportan como quienes nada tienen que aprender de la historia. Mas, nos parece necesario decir que disentimos de esos profetas de calamidades que siempre están anunciando infaustos sucesos, como si fuese inminente el fin de los tiempos. En el presente orden de cosas, en el cual parece apreciarse un nuevo orden de relaciones humanas, es preciso reconocer los arcanos divinos de la providencia divina que, a través de los acontecimientos y de las mismas obras de los hombres, muchas veces, sin que ellos lo esperen, se llevan a término haciendo que todo, incluso las fragilidades humanas, redunden en bien para la Iglesia». (Discurso de inauguración del Concilio Vaticano II).
Iba a ser un Papa de “transición” y hoy la Iglesia no puede entenderse a sí misma sin lo que él significó. Nos mostró lo que podemos hacer cuando damos más importancia a lo que nos une que a lo que nos separa. Nos mostró lo que podemos hacer cuando nos fiamos de Dios.
Por todo esto, y tantas cosas más, hoy le recordamos como el “párroco del mundo”. Para este Año de la Fe, Juan XXIII es un buen compañero de viaje…
Extraído de: “Pastoral SJ”

sábado, 22 de diciembre de 2012

Solemnidad de la Natividad de Jesucristo

Comentario sonoro 
al Evangelio del día 25 de Diciembre, 
Solemnidad de la Natividad

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Domingo 4º de Adviento

Comentario sonoro 
al Evangelio del domingo 23 de Diciembre

La historia más grande...


La Misa y la Palabra de Dios



Allí estaba yo, de incógnito: un ministro protestante de paisano, deslizándome al fondo de una capilla católica de Milwaukee para presenciar mi primera Misa. Me había llevado hasta allí la curiosidad, y todavía no estaba seguro de que fuera una curiosidad sana. Estudiando los escritos de los primeros cristianos había encontrado incontables referencias a «la liturgia», «la Eucaristía», «el sacrificio». Para aquellos primeros cristianos, la Biblia, el libro que yo amaba por encima de todo, era incomprensible si se la separaba del acontecimiento que los católicos de hoy llamaban « la Misa».

Quería entender a los primeros cristianos; pero no tenía ninguna experiencia de la liturgia. Así que me convencí para ir y ver, como si se tratara de un ejercicio académico, pero prometiéndome continuamente que ni me arrodillaría, ni tomaría parte en ninguna idolatría.

Me senté en la penumbra, en un banco de la parte de más atrás de aquella cripta. Delante de mí había un buen número de fieles, hombres y mujeres de todas las edades. Me impresionaron sus genuflexiones y su aparente concentración en la oración. Entonces sonó una campana y todos se pusieron de pie mientras el sacerdote aparecía por una puerta junto al altar.
Inseguro de mí mismo, me quedé sentado. Como evangélico calvinista, se me había preparado durante años para creer que la Misa era el mayor sacrilegio que un hombre podría cometer. La Misa, me habían enseñado, era un ritual que pretendía «volver a sacrificar a Jesucristo». Así que permanecería como mero observador. Me quedaría sentado, con mi Biblia abierta junto a mí.
Sin embargo, a medida que avanzaba la Misa, algo me golpeaba. La Biblia ya no estaba junto a mí.Estaba delante de mí: ¡en las palabras de la Misa! Una línea era de Isaías, otra de los Salmos, otra de Pablo. La experiencia fue sobrecogedora. Quería interrumpir a cada momento y gritar: «Eh, ¿puedo explicar en qué sitio de la Escritura sale eso? ¡Esto es fantástico!» Aún mantenía mi posición de observador. Permanecía al margen hasta que oí al sacerdote pronunciar las palabras de la consagración: «Esto es mi Cuerpo... éste es el cáliz de mi Sangre».

Sentí entonces que toda mi duda se esfumaba. Mientras veía al sacerdote alzar la blanca hostia, sentí que surgía de mi corazón una plegaria como un susurro: «¡Señor mío y Dios mío. Realmente eres tú!»

Desde ese momento, era lo que se podría llamar un caso perdido. No podía imaginar mayor emoción que la que habían obrado en mí esas palabras. La experiencia se intensificó un momento después, cuando oí a la comunidad recitar: «Cordero de Dios... Cordero de Dios... Cordero de Dios», y al sacerdote responder: «Éste es el Cordero de Dios...», mientras levantaba la hostia.

En menos de un minuto, la frase «Cordero de Dios» había sonado cuatro veces. Con muchos años de estudio de la Biblia, sabía inmediatamente dónde me encontraba. Estaba en el libro del Apocalipsis, donde a Jesús se le llama Cordero no menos de veintiocho veces en veintidós capítulos. Estaba en la fiesta de bodas que describe San Juan al final del último libro de la Biblia. Estaba ante el trono celestial, donde Jesús es aclamado eternamente como Cordero. No estaba preparado para esto, sin embargo...: ¡estaba en Misa!
Schott Hahn

María de Magdala



No se justifica hacer de ella una pecadora. Ciertamente llevaba su propia carga o estaba psíquicamente enferma, poseída por siete demonios, como lo expresa el lenguaje bíblico. Jesús la curó. De allí surgió una profunda relación entre ella y Jesús. La encontramos en el círculo femenino más estrecho en torno a Jesús. Ella le guarda fidelidad junto con su madre al pie de la cruz, es la primera persona que se encuentra con Jesús resucitado, Él la llama por su nombre, Miriam, y ella le responde llena de amor y respeto diciéndole “rabuni”, una expresión aún más familiar que “rabbi”, maestro. Es una relación de amor llena de belleza y fidelidad, una relación que cura y fortalece, una relación abierta que irradia al interior de la comunidad en la que María de Magdala ocupaba un lugar central después de la ascensión de Jesús al cielo.
María de Magdala es un modelo de creyente. Lo es porque ama hasta el exceso. No ama a medias, no ama en una medida razonable, sino totalmente. A través de la curación y de la amistad, Jesús le abrió los ojos del amor. María de Magdala era una mujer sensible. Existe el exceso en el bien como en el mal. María de Magdala representa el amor al que está llamado un cristiano o una cristiana de forma total e ilimitada en el bien. Ella era para Jesús un ser humano lleno de vida. Todos podemos buscar ese tipo de personas y estar agradecidos por ellas si las encontramos.
C.M. Martini

Los diferentes



Jesús tenía amistad con personas que pensaban diferente. Jesús sintió admiración por la fe del centurión pagano y la consideró mayor aún que la fe que había en su propio pueblo. Se admiró de la mujer pagana que esperaba de él la salvación más de lo que la esperaba de su propio entorno inmediato. Jesús mantuvo importantes conversaciones con miembros del sanedrín. Ellos tenían ante él una actitud crítica y de rechazo. También su amistad con José de Arimatea, que le puso a disposición su tumba y junto con Nicodemo se ocupó de la unción y sepultura del cadáver. No es casual que el ladrón crucificado a la derecha y el centurión romano al pie de la cruz sean poderosos testigos de la importancia de Jesús. Ellos pusieron la esperanza en Jesús.
C. M. Martini

LOS CABALLOS



Maestro y discípulo caminan por los desiertos de Arabia. El maestro aprovecha cada momento del viaje para instruir al discípulo sobre la fe.

—Confía tus cosas a Dios —dice él— Dios jamás abandona a sus hijos.

De noche, al acampar, el maestro pide al discípulo que ate los caballos a una roca cercana. Él va hasta la roca, pero recuerda las enseñanzas del maestro: «Me está poniendo a prueba —piensa—. Debo confiar los caballos a Dios.» Y deja los caballos sueltos. Por la mañana, el discípulo descubre que los animales han huido. Enfadado, busca al maestro.

—No sabes nada sobre Dios—protesta—. Le encomendé a Él el cuidado de los caballos. Y los animales no están allí.

—Dios quería cuidar de los caballos —responde el maestro—. Pero, en aquel momento, necesitaba tus manos para atarlos.

“Reza como si todo dependiera de Dios. Trabaja como si todo dependiera de ti”. San Agustín.

Tomado del libro: “Maktub”. Paulo Coelho