Es radicalmente
imposible que podamos imaginar nuestra vida en el otro mundo. Quizá una
comparación nos ayudaría a comprender.
Supongamos que, estando en el seno de nuestra madre
en posesión de plena consciencia, pudiéramos responder a alguien que nos
preguntara acerca de nuestra situación. Responderíamos sin duda: «me encuentro bien, me rodea una temperatura
agradable, y me alimento en la medida de mis necesidades».Y supongamos que
se nos replicara: «infeliz, triste es tu
existencia, tienes manos y no te puedes servir de ellas y tus pies no te
permiten trasladarte en el espacio. Nada puedes ver con tus ojos. Sal y
conocerás lo que es la vida». A eso diríamos nosotros: «¡pero salir será la muerte!», incapaces de imaginar un mundo fuera
del claustro materno.
Algo así puede ser nuestra situación en la actualidad. Nosotros
tenemos fuertes aspiraciones a la verdad, al bien, a la justicia, a la
fraternidad y a la integridad corporal; son éstas profundas aspiraciones, que
se identifican con nuestra propia naturaleza. Pero somos incapaces de
satisfacerlas plenamente en el estado actual de nuestra existencia. Para
alcanzar esa plenitud, debemos renacer, es decir, ascender a un mundo nuevo, el
de la resurrección, que únicamente por la experiencia podremos conocer,
un mundo que «ni ojo humano ha visto, ni oído ha escuchado» (1Co 2, 9), un
mundo que hoy por hoy nos resulta imposible imaginar y cuya realidad permanece
velada a nuestro entendimiento.
MOREAU, Y. “Razones para creer”