No sabemos lo que es la homosexualidad. Sabemos que
no es una enfermedad ni una disfunción, pero aún no conocemos los
mecanismos responsables de la orientación de una persona hacia la gente
de su mismo sexo. Unos elementales conocimientos de antropología revelan
que el ser humano es un todo complejo, un ser construido en un proceso
donde lo genético, lo biológico, lo psicológico, lo social y lo cultural
interactúan, se retroalimentan y se constituyen mutuamente,
entrelazados durante todo el desarrollo de nuestra existencia.
Hace décadas que las ciencias sociales nos enseñan que la raza, el sexo o la paternidad no son hechos biológicos,
sino realidades construidas culturalmente. La extraordinaria
plasticidad de nuestro cerebro (el órgano sexual por excelencia), que
parece hacerse más enigmático a medida que la neurobiología se adentra
en él, viene a desdibujar cada vez más las presuntas certezas sobre qué,
cómo, en qué momento y por qué sienten los homosexuales.
Es algo tan sumamente complejo, con tantos relieves, que escapa a
cualquier intento de análisis simplista: no todo lo explica la genética,
por supuesto, ni tampoco la educación; y menos supuestas comeduras de
coco de ciertas ideologías. Por eso, entre otras razones, la homosexualidad ha de ser tratada como mínimo con cautela y respeto, como por cierto hace el Catecismo.
Mis años de ordenación ya me dan para conocer a muchas personas que
viven divididas, sufriendo enormemente desde jóvenes: responden durante
años a patrones socialmente correctos (hombres felizmente casados y con
hijos, por ejemplo) reprimiendo su tendencia homosexual, que cargan
durante años como una losa de íntima vergüenza y remordimientos. Es un
hecho que ellos son así; no está claro si nacieron así, o se hicieron así, o todo lo contrario, pero el caso es que son homosexuales. ¿Realmente se puede pensar que hay en eso culpa alguna?
Por supuesto que hay homosexuales pervertidos, que van a clubes y se
prostituyen… seguramente en la misma proporción que heterosexuales
igualmente pervertidos que van a los clubes de enfrente. Lo injusto es generalizar, como si ser homosexual fuese equivalente a ser pervertido.
Y el caso es que nos duele cuando a los curas nos meten a todos en el
mismo saco de los pederastas, como si no hubiera sacerdotes santos: los
hay, lo mismo que hay homosexuales ejemplares y heterosexuales
excepcionales.
Pero parece que los heteros viciosos no merecen recurrente y pública reprobación, mientras que los gais son enviados al infierno varias veces por semana. El caso es que en el Evangelio Jesús no toca el tema; lo que más se acerca es lo de las prostitutas, y de ellas dice que “os llevan la delantera en el Reino de los cielos” (Mt 21, 31). Seguramente por ser heteros, claro.
César Luis Caro