Son muchas las veces que en la
Sagrada Escritura se nos compara a nosotros los seres humanos con las ovejas.
¿Por qué la insistente comparación con la oveja?
El comportamiento de la oveja nos
resulta prácticamente desconocido, salvo por lo que hayamos podido ver en
alguna película o en la televisión. Pero es interesante adentrarse en ciertos
detalles sobre este dulce animal, para ver cuánto nos quiere decir el Señor al
compararnos una y otra vez con las ovejas y al definirse Él como el “Buen
Pastor”.
La oveja es un animal frágil. Se
ve ¡tan gordita!, pero al esquilarla, es decir, al quitarle la lana, queda
delgadita y se le nota entonces toda su fragilidad. Es, además, un animal
dependiente, no se vale por sí sola: depende totalmente de su pastor. Por
cierto, no de cualquier pastor, sino de “su” pastor. Es tan incapaz, que con
sus débiles y poco flexibles patitas, no puede siquiera treparse al pastor y
necesita que éste la suba. No así un perro... o un gato. Si se queda ensartada
en una cerca o en una zarza, no puede salirse por sí sola: necesita que el
pastor la rescate. La oveja anda en rebaño, no puede andar sola. Si llegara a
quedarse sola, no es capaz de defenderse: es fácil presa del lobo o de otros
animales feroces. Su dependencia del pastor la hace ser obediente y atenta a la
voz y a la dirección de “su” pastor. No obedece la voz de cualquier pastor,
sino que atiende sólo a la del suyo. El pastor las lleva a veces a pastar
guiándolas con una vara alta, llamada cayado, y a veces las reúne en un espacio
cercado, llamado redil o aprisco.
¿Qué nos quiere decir el Señor al
compararnos con las ovejas? Y ¿qué nos quiere decir al definirse Él como el “Buen
Pastor”? El Señor nos dice que Él es el mejor de los pastores, pues Él da
la vida -como de hecho la dio- por sus ovejas. Y sus ovejas lo conocen y
escuchan su voz. Nos dice también que Él conoce a cada una de sus ovejas por su
nombre, y las ovejas reconocen su voz (Jn. 10, 1-10).
Nosotros, ovejas del Señor, somos
también frágiles, aunque nos creemos muy fuertes y muy capaces. Dependemos de
Él aunque, engañados, podamos pasarnos toda nuestra vida, tratando de ser
independientes, tratando de valernos por nosotros mismos. Necesitamos de
nuestro Pastor y Él nos rescata y nos coloca sobre su hombro, igual que a la
oveja perdida, para llevarnos al redil (Lc. 15, 4). No podemos andar
solos, “como ovejas descarriadas” (1 Pe. 2, 25), pues corremos el riesgo
de ser devorados por los lobos que están siempre al acecho. Debemos tener
cuidado de no obedecer la voz de ladrones de ovejas, que no entran por la
puerta y que saltan por un lado del redil y simulan ser pastores para llevarse
a las ovejas. ¡Cuidado con las voces extrañas! ¡Cuidado con confundirlas con la
Voz del Buen Pastor! Se parecen... pero no son.
Y confiamos tanto en nuestro Pastor
que, aunque pasemos por cañadas oscuras, nada tememos, porque Él va con
nosotros; su vara y su cayado nos dan seguridad.
“El Señor es mi Pastor, nada me
falta” (Sal. 22)