Lo había conseguido con mucho esfuerzo y no pocos
sacrificios. Tenía fama y dinero. Había amasado una importante fortuna y era
rico. Poco importaba que eso hubiera ocurrido a costa de los demás. Robar
cobrando impuestos era legal. Los romanos lo permitían y él conocía bien las
reglas del juego. Después de todo, había tenido que pagar su tributo de
impopularidad, pues los judíos odiaban a los recaudadores de impuestos.
En efecto, los publicanos eran considerados pecadores
públicos. Estaban al servicio del poder romano, pagano y explotador a la vez. Y
ellos mismos aprovechaban para explotar a su propio pueblo, incluidos los
pobres. Por eso eran totalmente impopulares y odiados de corazón.
Pero la vida es la vida. Al fin y al cabo, algún precio
había que pagar para triunfar. Además, había valido la pena, pues había llegado
a ser jefe de publicanos. Claro que tampoco entre sus colegas era estimado,
pues la envidia y la avaricia corroían las relaciones entre ellos. Sin embargo,
era jefe y era rico: ¿qué más podía pedir? Cierto que su corazón no estaba
satisfecho, pero tampoco la vida podía dar más de sí.
Un día Jesús visitó Jericó, su ciudad. Tal vez Zaqueo había
oído hablar de ese galileo que decía cosas novedosas y realizaba curaciones
llamativas. Fue sólo la curiosidad lo que le movió a salir a la calle y a
mezclarse entre el gentío para ver quién era ese hombre, qué hacía cuando se
acercaba a un enfermo, cómo hablaba... Quizá ese poso de insatisfacción que
llevaba en su corazón le impulsaba a buscar, sin saber en realidad qué.
Sin embargo, ese día le aguardaba una sorpresa totalmente
inesperada. El galileo fija su mirada en él y le pide que le aloje en su casa.
El corazón le dio un vuelco. Bajó inmediatamente y le recibió en su casa (Lc
19,1-10).
Pero la sorpresa fue mayor al comprobar que la alegría
inundaba su corazón. Jamás había experimentado semejante gozo. Ni cuando
llenaba sus arcas, ni cuando fue ascendido a jefe de publicanos... No, nada era
comparable a esta alegría intensa que ahora le colmaba. Era un gozo de una
calidad nueva que penetraba por todos los poros de su ser y le saciaba. Sí,
realmente le saciaba. Jamás había creído que fuera posible tal grado de
felicidad en este mundo...
Era un amor inmenso e incondicional lo que le producía esta
alegría. Él, tan habituado a ser despreciado por unos, adulado interesadamente
por otros, envidiado por los más, ahora se sentía amado y querido por sí mismo.
Él, precisamente él. Sí, porque «el Hijo del hombre ha venido a buscar y a
salvar lo que estaba perdido».
La alegría era tal que ni se percataba de los comentarios y
murmuraciones de la gente: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador».
Era tan intenso su gozo que sin saber cómo ni por qué sus
riquezas habían empezado a parecerle basura despreciable. ¡Qué pena haber
puesto en esa miseria tan deleznable su corazón! ¡Qué pena haber gastado su
vida para acumular montañas de basura!
Cuando un día escuche de labios de Jesús la parábola del
tesoro escondido (Mt 13,44), reconocerá en ella su propia experiencia. En
verdad, ha encontrado el auténtico tesoro, y lleno de alegría es capaz de
vender todo. Pues es este gozo nuevo y sorprendente el que le lleva a decir a
Jesús: «Mira, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si de alguno me
he aprovechado, le restituiré cuatro veces más».
En realidad, todo ha sido muy sencillo. Ha bastado recibir a
Jesús. Él era el verdadero tesoro. Él era el portador de la alegría que siempre
había anhelado pero que le parecía imposible alcanzar en esta vida. Bastaba con
recibir a Jesús; lo demás se le dio por añadidura. También las renuncias fueron
motivadas por ese gozo. Y no le costaron. Pues había encontrado el tesoro.
Sin embargo, tuvo que bajarse de la higuera. Esta simboliza
las riquezas que había ido amasando y en las que se había encumbrado en busca
de seguridad, de prestigio, de dicha. Pero él seguía siendo pequeño... Jesús le
mandó bajar y le puso en la verdad.
De no haber obedecido le habría ocurrido como a otro que
también era rico; al oír la invitación de Jesús, prefirió no hacerle caso y
marchó «muy triste» (Lc 18,23)...
(Texto bíblico: Lc 19,1-10)
ALONSO AMPUERO J. “Personajes bíblicos”