jueves, 31 de mayo de 2012

La oración de petición


“Tened fe en Dios. Yo os aseguro que quien diga a este monte: ‘Quítate y arrójate al mar’ y no vacile en su corazón sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. Por eso os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis.” Jesús de Nazareth (Mc 11)

Hay tres beneficios que nos da la oración de petición:
  1. paz interior (encontrar al amigo Jesús y confiar en Dios relaja);
  2. reflexionar sobre un problema, racionalizarlo, y saberlo plantear es ya tenerlo medio solucionado;
  3. y, en tercer lugar, nos ayuda a discernir entre aquello que es bueno y aquello que quizá por capricho queremos en nuestras intenciones de la oración.

BIBLIA ,¿CÓMO HAS LLEGADO A SER ASI?


GARCÍA FERNANDEZ, M. “Catequistas” nº 219, 2012
           
¿Los Evangelios fueron escritos por otras personas?
La pregunta se puede ampliar a to­dos los libros de la Biblia. Quizás, en el caso de los Evangelios, este fe­nómeno se aprecia mucho menos que en otros libros.
Pseudónimos
En la antigüedad existía el fenóme­no de la pseudo-epigrafía, ¿Qué es esto? Pues atribuir la autoría de una obra a un personaje importante como forma de vincularse a una tradición y conferir autoridad a esta obra, Va­mos, como si yo al final del artícul­o firmara: Cervantes.
A nosotros esto nos suena a plagio. Seguramente la Ley Sinde se hubie­ra forrado en aquel momento. Sin embargo, en la antigüedad, esta concepción sobre los derechos de autor no existía como hoy la comprendemos. No era un delito que se penalizara. Es más, era una manera de vincularse a una tradición y conferir una cierta autoridad al escrito.
Por ejemplo, en el caso de las cartas Pablo se habla de epístolas paulinas y de pseudo-paulinas, como la carta a los Hebreos. ¿Cómo sabemos que Pablo no escribió esta carta? Pues por los temas que trata la epístola y por el modo de afrontarlos, muy dis­tinto a lo que habitualmente hace Pablo. También el lenguaje y el es­tilo de las frases es otro. Haced la prueba, poned un texto de Miguel de Cervantes con otro de Miguel De­libes y veréis que enseguida adivi­náis de quién es o, al menos, notáis que no tienen nada que ver.
Otra forma de detectar que es otro autor es porque reflejan contextos socio-culturales diferentes. Por ejem­plo, en las cartas a Timoteo se alu­de a una estructura y organización de la Iglesia posterior al tiempo en que vivió Pablo.
Un libro, muchos autores
Pero esto no termina aquí. Sobre todo para los libros del AT se ha de­tectado no solo que el autor no co­rresponde a quien se le atribuye, sino que dentro del mismo libro hay di­ferentes autores.
Por ejemplo, lsaías vivió en el s.VIII a.C., sin embargo, a partir del ca­pítulo 40 se habla del exilio y del rey Ciro, o sea, el s. VI a. C. Por no hablar, del cambio de estilo, lenguaje, temáticas, etc. Hoy en día la mayor parte de los estudio­sos considera que la formación del libro Isaías va del s. VIII a. C. hasta el s. IV o III a. C. ¡Imaginaos cinco siglos para escribir un libro!
En referencia a la pregunta que me habéis hecho, tenemos que diferenciar si todo el libro es de otro autor, o bien, si dentro del libro hay algún autor más. Como tantas veces he dicho, habría que ir caso por caso, pero en referencia a los Evangelios me in­clinaría por lo segundo. Esto es, en textos puntuales se puede ver otra «mano redac­cional».
Así, Juan 20,30 parece concluir el Evange­lio; sin embargo, tenemos otro capítulo más: Juan 21. La mayor parte de los estudiosos considera que este pasaje es posterior y de una «mano» distinta.
Si los autores son otros, ¿es inspirado el texto?
Como veis nos hemos metido en un buen lío. Aunque ya hablamos en su momento de la inspiración, veis que ahora vuelve a salir la cuestión porque este hecho afecta a la comprensión de la misma.
Todo el proceso redaccional está inspirado
No sólo hay que cambiar el modelo que tenemos de inspiración -esto es, pensar que Dios te sople al oído-, sino que esta inspi­ración no se reduce a una sola persona. En el caso de Isaías, se alarga por cinco siglos a las personas y comunidades que fueron dando cuerpo a esta obra y, por tanto, el Espíritu guía y acompaña todo el proceso redaccional.
Ahora bien, aquí entramos en una cuestión crucial que espero saber explicar. Vamos por pasos. Ya hemos visto que a la pregun­ta formulada arriba, habría que responder: sí, aunque haya distintos autores todo el pro­ceso de redacción está inspirado.
La comunidad también está inspirada
Ahora se trata de lo que hablamos en el nú­mero anterior. Es decir, a lo largo de los si­glos las comunidades incorporan y conser­van aquellos textos en los que ven expresada su fe, mientras que otros los olvidan o aban­donan.
En este sentido, habría que decir que no solo los autores bíblicos actúan bajo la ac­ción del Espíritu Santo sino también la co­munidad creyente. Estamos ante la misma cuestión que la del reconocimiento de Je­sús o del profeta.
¿Quién reconoce a Jesús o al profeta?
Reconoce a Jesús quien tiene el mismo es­píritu de Jesús y reconoce al profeta quien es profeta. iPues menuda respuesta!
Ya sé que no os parecerá muy convincen­te, pero si lo pensáis, veréis que tiene su ló­gica. No fue suficiente que Jesús hiciera milagros para que sus contemporáneos le reconocieran. Los mismo hechos unos los interpretan como signo de que era un blas­femo y otros como señal de que era el Hijo de Dios. Lo mismo pasa con los profetas.
Por tanto, tiene que haber un elemento que no provenga únicamente de factores exter­nos y que capacite para reconocerle. Y esto es la fe, pero una fe bien encendida. Ya me comprendéis.
Jesús, encarnándose, acepta la posibilidad de no ser reconocido. Si Él hubiera aparecido en un trono glorioso o bajando del cie­lo a la vista de todo el mundo, o bien, haciendo grandes signos y prodigios, pues seguramente hubiera sido proclamado Hijo de Dios inmediatamente, quizás por miedo y, con ello, coartando la libertad humana.
Ahora bien, presentándose como uno de tantos, no era tan fácil reconocerlo. Lo mis­mo sucede con la Escritura, expresándose con palabras humanas, la Biblia asume el riesgo de no ser tenida como Palabra de Dios y de ser malinterpretada.
En este sentido, no existen pruebas eviden­tes ni científicas que te hagan decir: sí, esto es Palabra de Dios. Esta respuesta proviene de la fe. Y, en el caso que nos incumbe, de la fe de toda una comunidad que a lo lar­go de los siglos ha ido discerniendo en qué textos sí y en qué textos no está expresada su fe y son inspirados por Dios.
¿Cuándo se formó la Biblia?
De nuevo, para responder tendríamos que ir primero, libro por libro y, luego, consi­derar la Biblia en su totalidad. En el pri­mer caso, cada libro tiene su «historia re­daccional», ya os he dicho que el libro de Isaías, prácticamente tardó cinco siglos en formarse, mientras que otros libros tarda­ron menos.
En cuanto a la Biblia en su totalidad, sabe­mos que más o menos hacia el s. III d. C. ya estaba prácticamente consolidada la es­tructura del AT, aunque todavía faltaban algunas cosas. Mientras que el proceso de gestación y formación del NT aproxima­damente fue desde la primera mitad del s. I hasta el s. II d. C.
¿Los escritores bíblicos se copiaron de alguna parte?
Más que «copiarse» habría que plantearse si se «ins­piraron» en alguna parte. Como siempre, no puedo dar una receta de cocina que sirva para todos los textos. Cada libro es cada libro. Por eso, respondo para los primeros capítulos del Génesis que, me imagino que es por donde va la pregunta.
Cuando se descubrieron las tablillas escritas en aca­dio sobre los textos de la creación y del diluvio mesopotámico, se vio que guardaban cierta afinidad con los relatos bíblicos. Dado que estos era anteriores, lo más lógico es pensar que los autores bí­blicos los conocían, se sirvieron de ellos y los refor­mularon cambiando algunas cosas y dejando otras.
Se plantea de nuevo qué entendemos por inspira­ción. Si por inspiración se entiende originalidad: que nadie antes haya dicho algo parecido, utilizar categorías totalmente nuevas e inéditas; o si se entiende, siguiendo la línea del misterio de la Encar­nación, por inspiración que los autores, bajo la acción del Espíritu, hayan acogido e incorporado la verdad de otros escritos, se hayan servido de sus categorías para vehicular la Palabra de Dios, ya que éstas eran comprensibles para sus destinatarios. Per­sonalmente me inclino más por esto último.

miércoles, 30 de mayo de 2012

Personajes de la Biblia: Job


Job: rebelde e inconformista
 Los estudiosos han llegado a la conclusión de que el libro de Job no relata una historia realmente sucedida, sino que nos encontramos ante un escrito de tipo didáctico que transmite unas enseñanzas a través de una ficción literaria.
Sin embargo, podemos afirmar que Job es un personaje real. Me explico. Aunque Job sea un personaje literario, sí existió el autor del libro de Job. Por tanto, lo que ese libro enseña nos está hablando de una persona real –fuese cual fuese su nombre, que desconocemos– que realmente pensó y sintió lo que acabó plasmando en el personaje literario Job.
Por otra parte, el título de este capítulo puede extrañar. Se suele hablar de «la paciencia del santo Job». No queremos quitar a Job su fama de santidad ni de paciencia. Sin embargo, quien lea con atención este libro verá que los tiros van por otro sitio.
 El libro no nos ofrece datos de tipo cronológico. Sin embargo, quizá podamos situar a Job a principios del siglo V antes de nuestra era.
Job es un hombre que ha experimentado duramente en su propia carne el dolor y el sufrimiento. Después de años de prosperidad económica y familiar, pierde todo: sus ganados, sus hijos, su salud... Parece que la desgracia se ceba en él, y además de manera repentina.
Sin embargo, el sufrimiento mayor no es el físico, sino el moral. En esa época se consideraba que Dios bendecía al hombre justo y castigaba al pecador. Hasta ahora Job había comprobado en cierto modo la validez de esta afirmación: él era un hombre religiosa y moralmente íntegro y todo le iba muy bien. Pero ahora...
Job experimenta una lucha interior tremenda. Por un lado, él tiene conciencia cierta de su fidelidad a su Dios. Pero según el criterio vigente en su época, esto llevaba a considerar injusto a Dios, pues no recompensaba a quien se había comportado rectamente, sino que más bien le afligía con sufrimientos. No había término medio: o Job había fallado, o Dios le estaba fallando a él.
Cuando llegan sus amigos para compadecerse de él, repiten los mismos principios. Elifaz, con la moderación del anciano; Sofar, con la impetuosidad del joven; y Bildad con su estilo equilibrado. Pero los tres reafirman idéntica convicción: si Job sufre, es que ha pecado; y aunque él crea lo contrario, Dios mismo le considera pecador.
Es entonces cuando Job protesta y se rebela. Su sufrimiento es evidente. Pero para él no menos evidente es su inocencia. Es un hecho irrefutable: Job sufre siendo inocente.
Sus amigos contra atacan, insistiendo en sus posturas, haciéndole ver que está dejando mal a Dios al hacerle pasar por injusto y cruel, por un Dios que maltrata al inocente. Pero Job no cede. Se aferra al hecho –para él evidente– de su inocencia y a los hechos que ha visto a lo largo de su vida también en otros. Esta insistencia en su inocencia hace que Job nos parezca orgulloso y arrogante. Pero es que él no puede ceder ante lo que considera un hecho probado.
Elihú interviene entonces para suavizar un poco las cosas: Dios a veces castiga para hacer expiar pecados inadvertidos o para prevenir otros más graves y curar de antemano el orgullo.
           Pero tampoco esto convence al inconformista Job, que llega incluso a retar a Dios. No entiende, no sabe el porqué de sus males, pero no cesa de indagar. No se conforma con las soluciones simplistas y se rebela contra ellas, pero no encuentra otras. No le valen los convencionalismos, las soluciones prefabricadas que –aunque aceptadas por la mayoría– en realidad no solucionan nada. Y acude a Dios mismo, el único que puede responder al porqué de su sufrimiento.
Y Dios responde. Le hace entender a Job que no es él quién para pedir cuentas a Dios. No puede juzgar a Dios, porque supera infinitamente su razón, es incomparablemente más sabio y poderoso que Job y que lo que Job pueda pensar.
Dios responde. Pero no da una solución. Job reconoce que ha hablado neciamente en su pretensión de acaparar a Dios: «Era yo el que empañaba el Consejo con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan y que ignoro» (42,3).
Job se ha encarado con Dios buscando de él mismo una respuesta. Y Dios le responde haciendo callar a Job y haciéndole entrar en su misterio. Debe fiarse de Él, aunque no entienda. Debe arrojarse entre las manos de Aquel que sabe lo que es bueno para el hombre, aunque este no comprenda.
Con ello Job no claudica de su inconformismo. No reniega de su empeño de encontrar un porqué. Más bien, se ha abierto a la luz superior de la fe. Ha superado la estrechez de su razón humana para zambullirse en el misterio de Dios. Y este misterio le libera, porque le catapulta a regiones ignotas, le levanta por encima de sí mismo.
En este forcejeo en la oscuridad Job ha acabado reconociendo que Dios es siempre más, que no se deja encerrar en fórmulas y conceptos y desborda nuestra lógica. Rebelde e inconformista, y aun pecando de orgulloso y arrogante, Job ha destrozado con su fe el techo de la sabiduría de este mundo. Aunque su sufrimiento siendo inocente permanece inexplicado, nos impresiona su profundo y radical acto de fe:
«Yo sé que mi Defensor está vivo
y que él, al final, se alzará sobre el polvo;
y después que mi piel se haya consumido,
con mi propia carne veré a Dios.
Yo mismo lo veré,
lo contemplarán mis ojos,
no los de un extraño» (19,25-27).
Todavía no hay respuesta. Esta aparecerá cuando en Jesús veamos al totalmente inocente sumergido en el máximo sufrimiento. Aparecerá cuando se abra el horizonte de la eternidad y entendamos que «los padecimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria que un día se nos revelará» (Rom 8,18).
Todavía no hay respuesta. Pero Job no ha aceptado encerrarse en los estrechos límites de la lógica humana. Con su inconformismo y su búsqueda ha acabado abriéndose al misterio de Dios. El sufrimiento de este mundo no es castigo por pecados propios. Pero tampoco proviene de un Dios injusto que hace sufrir al hombre arbitrariamente. El sufrimiento tiene un sentido. Aunque él desconozca cuál.
Job no ha cesado de buscar y de indagar. Ha rechazado las respuestas simples y convencionales. Ha preguntado una y mil veces «por qué». Ha llegado a pecar de arrogancia, pero no se ha conformado con lo establecido, con lo de siempre.
       Por lo demás, también sus amigos pecan de arrogancia. Aparentemente dejan bien a Dios al evitar tenerle por injusto. Pero en realidad le dejan mal, pues pecan contra la verdad. Al trivializar la verdad, al negarse a reconocer la realidad, al quedarse tranquilos en sus pobres concepciones, se cierran a Dios, que es la verdad, y deforman su imagen.
Job en su inconformismo pregunta sin cesar. Pregunta a Dios. Y Dios abre su mente. Sus amigos, en cambio, no preguntan, no buscan, se dan por satisfechos con lo sabido. Pero, por eso mismo, no preguntan a Dios. Al no abrirse a la verdad, no se abren a Dios.
El inconformismo de Job le ha liberado, pues «la verdad hace libre» (Jn 8,32). Le ha liberado de sí mismo y le ha hecho capaz de encontrar respuesta en el misterio trascendente de Dios. Y su inconformismo nos libera también a nosotros...
      (Texto bíblico: Libro de Job)

ALONSO AMPUERO, J. “Personajes bíblicos”

Biblia, ¿eres machista?


Depende de cómo se mire. Para nuestra mentalidad actual existen expresiones y for­mas que resultan machistas. Sin embargo, a este respecto la Biblia tiene cosas inédi­tas, aunque después en la práctica - como también hoy - haya mucho que mejorar.
Por ejemplo, en Gen 1,27, se dice: “Y creó Dios al hombre a imagen suya le creó; ma­cho y hembra los creó”. El primer término que aparece en el relato del Génesis, adam, puede ser entendido como un nombre ge­nérico que significa humanidad.
A partir de este sustantivo abstracto -hu­manidad-, la antropología del relato des­cubrirá el carácter sexual de la criatura. Es más, la diversidad macho y hembra constituye precisamente la primera explicación de la humanidad hecha a imagen y semejanza de Dios. Ambos explici­tan conjuntamente lo que significa ser imagen y semejanza suya.
En el decálogo se manda honrar tan­to al padre como a la madre, luego a nivel jurídico parece que gozaban de este mismo derecho tanto la ma­dre como el padre. Otra cosa es que después se hiciera.
Otro dato que suscita perplejidad en el NT es que las mujeres fueron las que estuvieron al pie de la cruz, en la sepultura y en la mañana de la resurrección. Su presencia en la cruz y en la sepultura es de corte públi­co y esto no era normal, pues el ám­bito de la mujer era el ámbito do­méstico.
Tampoco fue normal que ellas fue­ran las primeras testigos de la resu­rrección. Esto no cuadra muy bien en el mundo judío, ya que su testi­monio se consideraba inválido, Por eso, muchos autores ven en este he­cho un criterio de autenticidad de estos relatos, pues si la narración hu­biera sido compuesta con fines apo­logéticos no hubiera caído en un error tan grave de poner a ellas como tes­tigos.
En este sentido, la Biblia es mucho menos machista que la cultura que la circundaba y, por tanto, fue revo­lucionaria para su época. 
 Garcia Fernández, M.
“Catequistas” nº 221, 2012

martes, 29 de mayo de 2012

Personajes de la Biblia: Zaqueo


Zaqueo: sorprendido por la alegría

Lo había conseguido con mucho esfuerzo y no pocos sacrificios. Tenía fama y dinero. Había amasado una importante fortuna y era rico. Poco importaba que eso hubiera ocurrido a costa de los demás. Robar cobrando impuestos era legal. Los romanos lo permitían y él conocía bien las reglas del juego. Después de todo, había tenido que pagar su tributo de impopularidad, pues los judíos odiaban a los recaudadores de impuestos.
En efecto, los publicanos eran considerados pecadores públicos. Estaban al servicio del poder romano, pagano y explotador a la vez. Y ellos mismos aprovechaban para explotar a su propio pueblo, incluidos los pobres. Por eso eran totalmente impopulares y odiados de corazón.
Pero la vida es la vida. Al fin y al cabo, algún precio había que pagar para triunfar. Además, había valido la pena, pues había llegado a ser jefe de publicanos. Claro que tampoco entre sus colegas era estimado, pues la envidia y la avaricia corroían las relaciones entre ellos. Sin embargo, era jefe y era rico: ¿qué más podía pedir? Cierto que su corazón no estaba satisfecho, pero tampoco la vida podía dar más de sí.
Un día Jesús visitó Jericó, su ciudad. Tal vez Zaqueo había oído hablar de ese galileo que decía cosas novedosas y realizaba curaciones llamativas. Fue sólo la curiosidad lo que le movió a salir a la calle y a mezclarse entre el gentío para ver quién era ese hombre, qué hacía cuando se acercaba a un enfermo, cómo hablaba... Quizá ese poso de insatisfacción que llevaba en su corazón le impulsaba a buscar, sin saber en realidad qué.
Sin embargo, ese día le aguardaba una sorpresa totalmente inesperada. El galileo fija su mirada en él y le pide que le aloje en su casa. El corazón le dio un vuelco. Bajó inmediatamente y le recibió en su casa (Lc 19,1-10).
Pero la sorpresa fue mayor al comprobar que la alegría inundaba su corazón. Jamás había experimentado semejante gozo. Ni cuando llenaba sus arcas, ni cuando fue ascendido a jefe de publicanos... No, nada era comparable a esta alegría intensa que ahora le colmaba. Era un gozo de una calidad nueva que penetraba por todos los poros de su ser y le saciaba. Sí, realmente le saciaba. Jamás había creído que fuera posible tal grado de felicidad en este mundo...
Era un amor inmenso e incondicional lo que le producía esta alegría. Él, tan habituado a ser despreciado por unos, adulado interesadamente por otros, envidiado por los más, ahora se sentía amado y querido por sí mismo. Él, precisamente él. Sí, porque «el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
La alegría era tal que ni se percataba de los comentarios y murmuraciones de la gente: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador».
Era tan intenso su gozo que sin saber cómo ni por qué sus riquezas habían empezado a parecerle basura despreciable. ¡Qué pena haber puesto en esa miseria tan deleznable su corazón! ¡Qué pena haber gastado su vida para acumular montañas de basura!
Cuando un día escuche de labios de Jesús la parábola del tesoro escondido (Mt 13,44), reconocerá en ella su propia experiencia. En verdad, ha encontrado el auténtico tesoro, y lleno de alegría es capaz de vender todo. Pues es este gozo nuevo y sorprendente el que le lleva a decir a Jesús: «Mira, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más».
En realidad, todo ha sido muy sencillo. Ha bastado recibir a Jesús. Él era el verdadero tesoro. Él era el portador de la alegría que siempre había anhelado pero que le parecía imposible alcanzar en esta vida. Bastaba con recibir a Jesús; lo demás se le dio por añadidura. También las renuncias fueron motivadas por ese gozo. Y no le costaron. Pues había encontrado el tesoro.
Sin embargo, tuvo que bajarse de la higuera. Esta simboliza las riquezas que había ido amasando y en las que se había encumbrado en busca de seguridad, de prestigio, de dicha. Pero él seguía siendo pequeño... Jesús le mandó bajar y le puso en la verdad.
De no haber obedecido le habría ocurrido como a otro que también era rico; al oír la invitación de Jesús, prefirió no hacerle caso y marchó «muy triste» (Lc 18,23)...

(Texto bíblico: Lc 19,1-10)
ALONSO AMPUERO J.  “Personajes bíblicos”

Entre ángeles y demonios


Revista “Catequistas” nº 121, 2000
MORAL J. L. (Profesor de Teología Pastoral, Director de la revisto "Misión Joven")
¿Existen los ángeles y el diablo? Si de una pregunta espontá­nea se tratara o de un inte­rrogante coloquial acerca del existir "como existimos nosotros" o, incluso, como decimos de Dios que existe, la respuesta sería muy senci­lla y clara: ¡No! No existen ni los ángeles ni el diablo, si con existencia pretendemos referirnos a seres personales como podemos serlo noso­tros o como lo es Dios. Conforme subrayamos en los artículos precedentes, hemos sido creados por amor y pa­ra la salvación. Entre origen -amor- y destino -salva­ción-, el recorrido de la vida humana se define esencial­mente por la libertad. Y es precisamente ahí donde bien podemos afirmar que la li­bertad humana se vive ... entre ángeles y demonios!
En el ámbito del misterio -¡otra vez la palabreja!- que envuelve la vida humana, la libertad puede servir para librarnos, esto es, para ha­cernos personas o, por el contrario, para esclavizarnos y deshacernos. En ese cami­no de libertad que configura la vida de todos, Dios está con nosotros enviándonos to­da clase de mensajes y ayu­das; pero también existen otro tipo de reclamos.
1 MÁS QUE ÁNGELES Y DEMONIOS, MISTERIO DEL BIEN Y DEL MAL
La mayoría de las culturas de todas las épo­cas hablan de "fuerzas angélicas" y "fuerzas demoníacas". Básicamente, dicha cuestión se desarrolla al amparo de los esquemas dualis­tas de explicación del universo -principio del bien y principio del mal, en particular-. En pri­mer lugar, pues, no se trata tanto del misterio del demonio o de los ángeles, cuanto del mis­terio del bien y del mal.
Más propiamente expresado: nos enfrenta­mos ante el misterio de la solidaridad en el bien que hacemos o que nos hacen y del mal que igualmente somos capaces de imponer o I que padecemos. Y, puesto que no contamos con ninguna respuesta exhaustiva, fácilmente recurrimos a potencias espirituales o a perso­nificar el bien y el mal.
• Ángeles o mensajeros de Dios
El término griego "angellos" –que traducido al latín por "angelus" conduce a nuestro vocablo "ángel"- significa, lo mismo que el original he­breo, mensajero. Al respecto, ya san Agustín indicaba que ángel es nombre de función y no de naturaleza.
Los ángeles, entonces, son los mensajeros que Dios manda a los hombres. La raíz sim­bólica con la que se relatan sus intervencio­nes es innegable. Siempre se habla de ellos para referirse a distintas actuaciones salvífi­cas de Dios. Incluso sus nombres -Rafael o "Dios cura", Miguel o "quién como Dios", Ga­briel o "fuerza de Dios"- muestran cómo esas figuras concretas, en el fondo, son una espe­cie de recurso literario para remitir a interven­ciones divinas.
• Los malos espíritus o el "mysterium iniquitatis"
La palabra griega "daimon" o "daimonion", de donde deriva nuestro término "demonio", originariamente significaba potencia sobrehuma­na, pero pronto se tiñó de carácter maligno entendiéndose, sobre todo, como mal espíritu o quien pone división. En el Antiguo Testamento se destaca la figura de uno de ellos, la de Satán o "el adversario", si traducimos el original hebreo.
Los espíritus malignos y, más en concreto, la figura de "el adversario" desembocan en "el diablo" o tentador -así vierte la traducción griega de la Biblia el término "Satán"-. Nin­guno de los dos Testamentos especula so­bre el asunto, pero sí se retrata simbólica­mente al diablo o maligno en las raíces del "mysterium iniquitatis" o misterio del mal que invade la creación y llega a colocarse por encima de la voluntad personal y colecti­va de los hombres, aunque no elimine su li­bertad.

2 HISTORIA CRISTIANA DE ÁNGELES Y DEMONIOS
Cuando hablamos de religión, antes de nada, hemos de entender que se trata no de una realidad divina sino de una cuestión o tinglado humano -otra cosa muy distinta sería la fe con la que respondemos a la revelación y amor de Dios, a cuyo servicio debe ponerse todo cuan­to organizamos con la religión-.
Pues bien, las "cosas de la religión" abarcan desde el mundo inmediato del hombre hasta la esfera del Dios que da el sentido último a la vida. Entre ambos mundos, existe un amplio espacio donde se alojan infinidad de figuras mediadoras que conectan el uno con el otro. Cuando de religiosidad popular se trata, di­chas figuras tienden a representarse con for­mas concretas.
• Ángeles y demonios en la Biblia
Sólo al final del Antiguo Testamento -a partir de los siglos III y II a.C.- y por influencias iraníes y mesopotámicas se produce un significati­vo desarrollo de la angelología y demonología. Pero, en conjunto, demonios y ángeles -éstos algo más- no pintan mucho en la narración ve­terotestamentaria.
El Nuevo Testamento asume espontánea­mente las creencias del tiempo en lo angéli­co y demoníaco: separación y funciones contrarias de ángeles y demonios, etc. Aun­que Jesús y el cristianismo primitivo tienen las mismas ideas de sus contemporáneos, sin embargo existen transformaciones y re­traducciones decisivas.
En primer lugar, los ángeles pierden importan­cia puesto que su función la cumplen eminentemente Cristo y el Espíritu. Después, Jesús no confirma la comprensión demoníaca y prácti­cas mágicas de la época, sino que subraya la soberanía de Dios y su enviado, quien actúa con autoridad y los demonios le obedecen (cf. Mc 1,27), además de otorgar a sus discípulos el poder frente a ellos (cf. Mt 10, 1.8).
• Una historia que complica el tema
La novedad de Jesús, por un lado, conduce a la "cristologización de lo angélico" y, por otro, más que detenerse a construir teorías o explicacio­nes del mal, empuja a luchar contra él, a desenmascarar y plantar batalla a "lo demoníaco".
La historia de la Iglesia y la teología, no obstan­te, se vieron obligadas a desarrollar teóricamente el tema. Y los jaleos se multiplicaron. Así, al estudiar el texto de Génesis 6,1-4, que se refiere al origen de los demonios o "hijos de Dios", la rebelión de que se habla allí se achacó a las relaciones sexuales entre los ángeles y las mujeres. Con el tiempo surgiría toda una "espi­ritualidad angelical" -encabezada por el "ángel de la guarda" y su "dulce compañía"- continua­mente azuzada por el demonio.

3 AMOR, SALVACIÓN Y... ¡LIBERTAD ENTRE ANGELES Y DEMONIOS!
Amor y salvación, como claves del origen y destino del hombre, y vida en libertad, como definición fundamental del camino hasta la meta, son las verdades esenciales con las que Dios quiere al ser humano. Fuera de esos lími­tes ha habido y hay no poco de invención y hasta de superstición.
Demonio y ángeles tienen más de símbolo que de cualquier otra cosa o realidad. Respecto al primero, por ejemplo, los últimos papas lo iden­tifican con "el mentiroso cósmico" (Juan Pablo II) o con "aquel mal, que llamamos demonio" (Pablo VI). Sin embargo, el misterio del bien y del mal al que remiten, nos obligan a conside­rarlos como algo más que un símbolo. Ángeles y demonios no son realidades personales, pero tampoco meras figuras simbólicas: los prime­ros, nos sirven para personalizarnos, para ha­cernos personas conforme a cuanto Dios nos sugiere; los segundos, representan la antiper­sona, están en ese mal que nos deshace como personas, en esa libertad que termina convir­tiéndonos en esclavos.