COMENTARIO AL EVANGELIO DEL DÍA
domingo, 30 de diciembre de 2012
martes, 25 de diciembre de 2012
Juan XXIII
«La Providencia me tomó de mi pueblo natal y
me hizo recorrer los caminos del mundo en Oriente y Occidente junto a gentes de
religiones e ideologías distintas, preocupado siempre más de lo que une que de
lo que separa y provoca contrastes.»
Era ya de noche, un 11 de octubre de 1962, con una espléndida luna… La
plaza de San Pedro estaba llena de gente porque esa tarde se había inaugurado
el Concilio Vaticano II. El Papa no tenía pensado salir a la ventana, pero
salió. No tenía pensado hablar, pero habló. Lo que dijo aquel día, hoy lo
conocemos como El Discurso de la Luna:
«Volviendo a
casa encontraréis a vuestros niños. Hacedles una caricia y decidles: esta es la
caricia del Papa. Encontraréis también algunas lágrimas que secar, decidles una
palabra buena: el Papa está con vosotros, especialmente en las horas de la
tristeza y la amargura. En fin, recordemos todos, especialmente, el vínculo de
la caridad y, cantando, o suspirando, o llorando, pero siempre llenos de
confianza en Cristo que nos ayuda y nos escucha, procedamos serenos y confiados
por nuestro camino».
Así era el Papa Bueno. Nos recordó que la Iglesia está llamada
a ser caricia, cercanía de Dios, ánimo, palabra amable, consuelo… Nos recordó
que la Iglesia es “Madre y Maestra”, nos recordó que necesitamos comprometernos
para alcanzar la “Paz en la Tierra”… Y es que recordar es “volver a pasar por
el corazón”, y de corazón Juan XXIII sabía mucho.
Y nos habló, sobre todo, de esperanza… de saber mirar a la realidad
con los ojos de Dios.
«En el
cotidiano ejercicio de nuestro ministerio pastoral llegan a veces a nuestros
oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de almas que, aunque con celo
ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida. Tales son
quienes, en los tiempos modernos, no ven otra cosa que prevaricación y ruina.
Van diciendo que nuestra hora, en comparación con las pasadas, ha empeorado, y
así se comportan como quienes nada tienen que aprender de la historia. Mas, nos
parece necesario decir que disentimos de esos profetas de calamidades que
siempre están anunciando infaustos sucesos, como si fuese inminente el fin de
los tiempos. En el presente orden de cosas, en el cual parece apreciarse un
nuevo orden de relaciones humanas, es preciso reconocer los arcanos divinos de
la providencia divina que, a través de los acontecimientos y de las mismas
obras de los hombres, muchas veces, sin que ellos lo esperen, se llevan a
término haciendo que todo, incluso las fragilidades humanas, redunden en bien
para la Iglesia». (Discurso de inauguración
del Concilio Vaticano II).
Iba a ser un Papa de “transición” y hoy la Iglesia no puede entenderse
a sí misma sin lo que él significó. Nos mostró lo que podemos hacer cuando
damos más importancia a lo que nos une que a lo que nos separa. Nos mostró lo
que podemos hacer cuando nos fiamos de Dios.
Por todo esto, y tantas cosas más, hoy le recordamos como el “párroco
del mundo”. Para este Año de la Fe, Juan XXIII es un buen compañero de viaje…
Extraído de: “Pastoral SJ”
sábado, 22 de diciembre de 2012
Solemnidad de la Natividad de Jesucristo
Comentario sonoro
al Evangelio del día 25 de Diciembre,
Solemnidad de la Natividad
miércoles, 19 de diciembre de 2012
La Misa y la Palabra de Dios
Allí estaba yo, de incógnito: un ministro
protestante de paisano, deslizándome al fondo de una capilla católica de
Milwaukee para presenciar mi
primera Misa. Me había llevado hasta allí la curiosidad, y todavía no
estaba seguro de que fuera una curiosidad sana. Estudiando los escritos de los primeros cristianos había encontrado
incontables referencias a «la liturgia», «la Eucaristía», «el sacrificio». Para
aquellos primeros cristianos, la Biblia, el libro que yo amaba por encima de
todo, era incomprensible si se la separaba del acontecimiento que los católicos
de hoy llamaban « la Misa».
Quería
entender a los primeros cristianos; pero no tenía ninguna experiencia de
la liturgia. Así que me convencí para ir y ver, como si se tratara de un
ejercicio académico, pero prometiéndome continuamente que ni me arrodillaría,
ni tomaría parte en ninguna idolatría.
Me senté en la penumbra, en un banco de la parte de
más atrás de aquella cripta. Delante de mí había un buen número de fieles,
hombres y mujeres de todas las edades. Me impresionaron sus genuflexiones y su
aparente concentración en la oración. Entonces sonó una campana y todos se
pusieron de pie mientras el sacerdote aparecía por una puerta junto al altar.
Inseguro de mí mismo, me quedé sentado. Como evangélico calvinista, se me había preparado durante años para creer que la Misa era el mayor sacrilegio que un hombre podría cometer. La Misa, me habían enseñado, era un ritual que pretendía «volver a sacrificar a Jesucristo». Así que permanecería como mero observador. Me quedaría sentado, con mi Biblia abierta junto a mí.
Sin embargo, a medida que avanzaba la Misa, algo me golpeaba. La Biblia ya no estaba junto a mí.Estaba delante de mí: ¡en las palabras de la Misa! Una línea era de Isaías, otra de los Salmos, otra de Pablo. La experiencia fue sobrecogedora. Quería interrumpir a cada momento y gritar: «Eh, ¿puedo explicar en qué sitio de la Escritura sale eso? ¡Esto es fantástico!» Aún mantenía mi posición de observador. Permanecía al margen hasta que oí al sacerdote pronunciar las palabras de la consagración: «Esto es mi Cuerpo... éste es el cáliz de mi Sangre».
Inseguro de mí mismo, me quedé sentado. Como evangélico calvinista, se me había preparado durante años para creer que la Misa era el mayor sacrilegio que un hombre podría cometer. La Misa, me habían enseñado, era un ritual que pretendía «volver a sacrificar a Jesucristo». Así que permanecería como mero observador. Me quedaría sentado, con mi Biblia abierta junto a mí.
Sin embargo, a medida que avanzaba la Misa, algo me golpeaba. La Biblia ya no estaba junto a mí.Estaba delante de mí: ¡en las palabras de la Misa! Una línea era de Isaías, otra de los Salmos, otra de Pablo. La experiencia fue sobrecogedora. Quería interrumpir a cada momento y gritar: «Eh, ¿puedo explicar en qué sitio de la Escritura sale eso? ¡Esto es fantástico!» Aún mantenía mi posición de observador. Permanecía al margen hasta que oí al sacerdote pronunciar las palabras de la consagración: «Esto es mi Cuerpo... éste es el cáliz de mi Sangre».
Sentí entonces que toda mi duda se esfumaba. Mientras veía al sacerdote alzar la
blanca hostia, sentí que surgía de mi corazón una plegaria como un susurro:
«¡Señor mío y Dios mío. Realmente
eres tú!»
Desde ese momento, era lo que se podría llamar un
caso perdido. No podía imaginar
mayor emoción que la que habían obrado en mí esas palabras. La
experiencia se intensificó un momento después, cuando oí a la comunidad
recitar: «Cordero de Dios... Cordero de Dios... Cordero de Dios», y al
sacerdote responder: «Éste es el Cordero de Dios...», mientras levantaba la
hostia.
En menos de un minuto, la frase «Cordero de Dios»
había sonado cuatro veces. Con muchos años de estudio de la Biblia, sabía
inmediatamente dónde me encontraba. Estaba en el libro del Apocalipsis, donde a
Jesús se le llama Cordero no menos de veintiocho veces en veintidós capítulos.
Estaba en la fiesta de bodas que describe San Juan al final del último libro de
la Biblia. Estaba ante el trono celestial, donde Jesús es aclamado eternamente
como Cordero. No estaba preparado
para esto, sin embargo...: ¡estaba en Misa!
Schott Hahn
María de Magdala
No se
justifica hacer de ella una pecadora. Ciertamente llevaba su propia carga o
estaba psíquicamente enferma, poseída por siete demonios, como lo expresa el
lenguaje bíblico. Jesús la curó. De allí surgió una profunda relación entre
ella y Jesús. La encontramos en el círculo femenino más estrecho en torno a
Jesús. Ella le guarda fidelidad junto con su madre al pie de la cruz, es la
primera persona que se encuentra con Jesús resucitado, Él la llama por su
nombre, Miriam, y ella le responde llena de amor y respeto diciéndole “rabuni”,
una expresión aún más familiar que “rabbi”, maestro. Es una relación de amor
llena de belleza y fidelidad, una relación que cura y fortalece, una relación
abierta que irradia al interior de la comunidad en la que María de Magdala
ocupaba un lugar central después de la ascensión de Jesús al cielo.
María de
Magdala es un modelo de creyente. Lo es porque ama hasta el exceso. No ama a
medias, no ama en una medida razonable, sino totalmente. A través de la
curación y de la amistad, Jesús le abrió los ojos del amor. María de Magdala
era una mujer sensible. Existe el exceso en el bien como en el mal. María de
Magdala representa el amor al que está llamado un cristiano o una cristiana de
forma total e ilimitada en el bien. Ella era para Jesús un ser humano lleno de
vida. Todos podemos buscar ese tipo de personas y estar agradecidos por ellas
si las encontramos.
C.M.
Martini
Los diferentes
Jesús
tenía amistad con personas que pensaban diferente. Jesús sintió admiración por
la fe del centurión pagano y la consideró mayor aún que la fe que había en su
propio pueblo. Se admiró de la mujer pagana que esperaba de él la salvación más
de lo que la esperaba de su propio entorno inmediato. Jesús mantuvo importantes
conversaciones con miembros del sanedrín. Ellos tenían ante él una actitud
crítica y de rechazo. También su amistad con José de Arimatea, que le puso a
disposición su tumba y junto con Nicodemo se ocupó de la unción y sepultura del
cadáver. No es casual que el ladrón crucificado a la derecha y el centurión
romano al pie de la cruz sean poderosos testigos de la importancia de Jesús.
Ellos pusieron la esperanza en Jesús.
C. M.
Martini
LOS CABALLOS
Maestro y discípulo caminan por los desiertos de
Arabia. El maestro aprovecha cada momento del viaje para instruir al discípulo
sobre la fe.
—Confía tus cosas a Dios —dice él— Dios jamás
abandona a sus hijos.
De noche, al acampar, el maestro pide al discípulo
que ate los caballos a una roca cercana. Él va hasta la roca, pero recuerda las
enseñanzas del maestro: «Me está poniendo a prueba —piensa—. Debo confiar los
caballos a Dios.» Y deja los caballos sueltos. Por la mañana, el discípulo
descubre que los animales han huido. Enfadado, busca al maestro.
—No sabes nada sobre Dios—protesta—. Le encomendé a
Él el cuidado de los caballos. Y los animales no están allí.
—Dios quería cuidar de los caballos —responde el
maestro—. Pero, en aquel momento, necesitaba tus manos para atarlos.
“Reza como
si todo dependiera de Dios. Trabaja como si todo dependiera de ti”. San
Agustín.
Tomado del libro: “Maktub”. Paulo Coelho
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