A
muchos les sonará a historieta de cómic o a película de dibujos animados. Sin
embargo, la batalla de David contra Goliat encierra una de las enseñanzas más
profundas de la revelación bíblica. Los filisteos, con todo su poderío militar,
tenían atemorizado al pueblo de Israel. Su superioridad era enorme y su actitud
para con los israelitas, despectiva e insultante. Llevaban ya demasiado tiempo
en esta situación e impedían que el pueblo elegido viviera con paz y libertad.
David
apareció en el campo de batalla casi por casualidad. Era todavía un muchacho y
su padre le envió a llevar alimentos a sus hermanos mayores, que estaban
enrolados en el ejército del rey Saúl. Una vez allí, se percató de la
situación. Goliat, un guerrero fornido y corpulento, armado hasta los dientes,
despreciaba a los «esclavos israelitas», y proponía una lucha entre él y un
representante del ejército de Israel. Sus hermanos querían alejar al joven
David cuanto antes del campo de batalla, por considerarlo temerario y que sólo
estaba allí por curiosidad. Debía volver a lo suyo: a cuidar el rebaño familiar
en Belén. Sin embargo, sorprendentemente, David se ofreció al rey para luchar
contra el filisteo. Tan convencido debió de verle Saúl, que accedió a su ofrecimiento
y le revistió de su propio armamento. Pero era imposible moverse con todo
aquello: más que ayudar, estorbaba. Y decidió salir a pecho descubierto, sin
más armas que las del pastor: la honda y unas piedras en su zurrón. Goliat le
despreció una vez más. Pero entonces David esgrimió su verdadera arma: «Tú vienes a mí armado de lanza y jabalina,
pero yo voy a ti en nombre del Señor de los ejércitos, cuyas huestes has
desafiado». Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: contra todo pronóstico
derribó al filisteo con una piedra y lo remató con su propia espada.
En
este sencillo relato está compendiada la historia entera del pueblo de Israel:
minúsculo e insignificante en medio de los grandes imperios que se fueron
sucediendo (Egipto, Asiria, Babilonia…), pero contando con el poder de Dios.
Con
demasiada frecuencia los cristianos olvidamos que Cristo –el verdadero David–
ha vencido al Maligno en la debilidad, que todo el nuevo Israel –la Iglesia–
hemos sido liberados de la tiranía del pecado y de la muerte gracias a la
muerte de Cristo. Como David, Jesús venció –para sí mismo y para toda la
humanidad– dejándose matar. Porque “lo
débil de Dios es más fuerte que los hombres, y lo necio de Dios más sabio que
los hombres” (1Cor 1,25). «Te basta
mi gracia, porque mi fuerza se muestra perfecta en la debilidad… Cuando soy
débil, entonces soy fuerte» (2Cor 12,9–10).
David
venció en la debilidad por su fe en Dios, siendo un muchacho. De ahí la
insistencia de Jesús en «hacernos como
niños» (Mt 18,3-4). Sólo desde la conciencia –y experiencia– de no poder es
como realmente lo podemos todo
(Texto
bíblico:1Samuel 17)