martes, 30 de octubre de 2012

En el año de la fe - Creer el Credo-1



Creer en un solo Dios(1)
UN ÚNICO DIOS ORIGEN DE TODO Y GARANTE DE TODO
                Cuando queremos hacer profesión de nuestra fe cristiana, en el Credo, empezamos diciendo “Creo en un solo Dios”. Esta fe se enraíza en la que hace miles de años profesaba el antiguo pueblo de Israel. La mayoría de los pueblos antiguos creían en muchos dioses, a los que tenían como responsables de las diversas fuerzas de la naturaleza o bien como protectores en diversos momentos de la existencia humana. Así pues, había los dioses de los astros, los del mar, los de los ríos, los que procuraban la fertilidad de los campos, o el éxito de la caza o de la guerra. Esto implicaba que los que creían en esta multiplicidad de dioses, no acababan de tener una concepción unitaria del cosmos: el mundo no tenía para ellos un sentido unitario, sino que se les presentaba como un lugar de lucha entre muchas fuerzas y elementos. Por eso, en los relatos míticos de estos pueblos antiguos, sus dioses a menudo aparecen luchando entre ellos para imponer su dominio, de la misma manera que hacemos los humanos.
                En cambio, Israel muy pronto llegó a descubrir un sentido unitario del universo bajo un único Dios, origen de todo y garante de todo. Así queda expresado en una página iluminadora de la Biblia: “Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es el ÚNICO. Ama al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Graba en tu corazón las palabras de los mandamientos que hoy te doy. Incúlcalas a tus hijos; coméntalo en casa y cuando vas de camino, cuando te vas a dormir y cuando te levantes. Átatelas en la mano como un distintivo, llévalas como una marca entre los ojos...” (Deuteronomio 6, 4).
                Destaca en este texto que la afirmación de que Dios es uno se presenta de manera correlativa a una determinada actitud vital: creer en un solo Dios exige amarlo y entregarse a Él con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Uno ya no puede vivir dividido entre varias adhesiones. Si Dios es la única fuente y origen de todo, esto quiere decir que Él es quien ha de unificar mi corazón y mi vida.
                El místico Carlos de Foucauld lo expresó de manera definitiva al decir: “Desde el momento en que me di cuenta de quién era Dios, comprendí que ya solo podía vivir para Él”. Es decir, creer en un único Dios no significa solamente creer que en un más allá del mundo hay un único y último responsable de todo y que da sentido a todo; quiere decir también que, consecuentemente, yo me he de sentir en total dependencia respecto de Él: una dependencia que solo puedo pensarla como positiva (ya que de Él recibo como don la existencia, la vida y todo lo que me rodea), y que se realiza en una relación cuya expresión más adecuada es la relación de amor. En el nuevo Testamento, Jesús expresará de esta manera lo que Israel había creído desde siempre: Ama al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo tu pensamiento. Este mandamiento es el más grande y el primero. (Mt 22, 37).

QUIEN AMA AL ÚNICO DIOS HA DE AMAR TODO LO QUE DIOS AMA
                Pero Jesús añade inmediatamente: “El segundo mandamiento es similar: Ama a los demás como a ti mismo. Todos los mandamientos de la Ley y de los Profetas se fundamentan en estos dos” (Mt 8, 38). Este segundo mandamiento se deriva del primero con una lógica aplastante: porque si uno ama como es debido al único Dios, ha de amar también a todos los hombres y a todas las cosas que provienen de este único Dios. Todo lo que hay fuera de Dios es obra de Dios y es amado por Dios. Quién ama al único Dios ha de amar todo lo que Dios ama. Creer en un único Dios significa también creer en una única comunidad humana que abraza a todos los pueblos y razas, y en una única naturaleza que abraza desde nuestro planeta hasta los cuerpos de los espacios siderales. Todo es obra del mismo Dios y todo es amado por el mismo Dios. Por tanto, todo ha de ser igualmente amado por nosotros si queremos rendir culto a este único Dios y Señor de todo.
                Ya hemos dicho que en los mitos de los antiguos pueblos politeístas, a veces los dioses de un pueblo luchaban contra los de otro pueblo, como por ejemplo los dioses de Troya contra los de Grecia. De esta manera los hombres buscaban dar una justificación religiosa a las guerras que solo ellos montaban. Y todos sabemos que en tiempos más recientes a menudo hemos intentado justificar en nombre de Dios nuestras peleas y exclusiones. El Dios único es necesariamente el Dios de todos, y por eso Él no puede estar en contra de nadie. El único Dios lo ama todo y a todos, protege todo lo que de Él viene y no puede dejar de exigirnos que nos amemos, que nos respetemos y que nos cuidemos y ayudemos unos a otros, porque Él mismo no puede sino desear el bien de todos y de todo.
                Un autor francés escribía que hay personas que se creen muy religiosas pensando que por el hecho de amar a Dios sobre todas las cosas ya no tienen que amar nada más ni a nadie más. Esto es una gran aberración: a fin de llegar a amar verdaderamente a Dios sobre todas las cosas, es preciso amar todas las cosas, ya que éstas nos vienen de Dios y Dios las pone a nuestra disposición para el desarrollo de nuestras vidas, de las vidas de todos. Podrá suceder que encontremos algunas dificultades para hallar la manera de respetar los derechos de todos que a veces aparecen en conflicto unos con otros. Pero lo que es incuestionable es que el único Dios quiere que se respete lo más posible el bien de todos, porque, como dice la Biblia: “El Señor... no hace distinción de personas ni se deja sobornar” (Dt 10,17).
                Ignacio de Loyola expresaba así la relación a mantener con Dios y con las cosas y personas: “amar a Dios en todas las cosas, y a todas en Él, según su divina voluntad”.

HAY QUE CREER TAMBIÉN CON LA VIDA
                Así pues, creer en un solo Dios implica una determinada manera de vivir: implica amar y respetar a las personas y a la naturaleza que son obra del único Dios. No se cree solo con la cabeza, sino que se ha de creer también con la vida. Por eso es preciso remarcar que creer en un solo Dios no es cosa fácil. Porque creer en un solo Dios significa tener el corazón unificado; justo lo contrario de lo que los antiguos monjes denominaban como “la dispersión del corazón”. Seducidos por la multiplicidad e incapaces de verlo todo como un inmenso don del mismo Dios y Señor que nos ama y que lo ama todo, dejamos que nuestro corazón se disperse en amores diversos y contrarios. Entonces se produce como una especie de desfase entre lo que con la cabeza decimos que creemos y lo que con el corazón realmente creemos y amamos. Este desfase viene a ser como una forma de politeísmo: con la cabeza decimos que creemos en un solo Dios, pero en la vida tenemos el corazón disperso adorando a muchos dioses que nos seducen, tales como el poder, el dinero, el prestigio, el placer, la comodidad, etc. Como ya decía Lutero, es donde tienes tu corazón donde está el verdadero Dios de tu vida.
                Es sabido que en la Biblia a menudo hay textos que entran en polémica contra los ídolos. Es bien comprensible si tenemos en cuenta que el pueblo de Israel vivía rodeado por una serie de pueblos que adoraban a varios dioses. Los “dioses”, en plural, eran personificados en “cosas”: estatuas de piedra y de metales preciosos, y otras formas de representaciones. El Salmo 115 dice que estos ídolos son “obras de hombres y nada más”. En el Nuevo Testamento San Pablo instruye a los cristianos sobre la fuerza real que puede tener sobre ellos una actitud idolátrica, por más que confiesen con la boca a un único Dios. Escribiendo a los cristianos de Corinto (1Co 8, 4ss) les dice que, si bien es verdad que los ídolos no son nada, si se les da el nombre de dioses acaban haciéndose amos y señores nuestros; acaban sometiéndonos a ellos. Esto es bien curioso: resulta que el ídolo (de madera, o de piedra, o de cualquier imaginación nuestra) no es nada y, en realidad, no tiene ningún poder real sobre nosotros; pero si le atribuimos el nombre de Dios, es decir, si lo consideramos como un verdadero poder supremo, entonces acaba por esclavizarnos y dominarnos.
                Pensemos en nuestros “ídolos”; en aquellos que pueden dominarnos precisamente porque nosotros les damos el nombre y la categoría de “dioses”. Pongámosles nombre: la avaricia del dinero, el sexo, las ansias de dominar a los otros o de utilizarlos para nuestros propósitos personales. Así, nos dominan cosas que son ídolos: por ellas mismas no son nada, y no tienen otro poder que el que nosotros mismos les otorgamos. Pero, de hecho, ¡que poder tan grande que tienen!

CREER ES AMAR MÁS ALLÁ DE LO QUE CONOCEMOS
                Ser de corazón monoteístas o politeístas depende de nosotros; es decir, depende de a quién demos el nombre de Dios. O, mejor dicho, depende de si acogemos a Dios tal y como Él se nos da gratuitamente: como Señor único amoroso de todo y de todos. Queda patente la indisoluble unidad de los dos mandamientos del Evangelio: cuando no amamos al prójimo, cuando lo explotamos o utilizamos como si fuésemos sus señores (es decir, cuando nosotros mismos nos hacemos como dioses), entonces dejamos de reconocer a Dios como Señor de todos y de todo, y, en su lugar erigimos a los ídolos de nuestras codicias.
                Relacionada con la polémica contra los ídolos encontramos en la Biblia la prohibición de hacer imágenes de Dios. Dios está más allá de todo lo que podamos concebir o imaginar; hacernos una imagen de Él sería reducir a Dios a nuestra medida, situarlo entre los objetos que están a nuestro alcance. Y, con todo, para creer en Dios, para hablar de Él, para dirigirnos a Él es inevitable que nos hagamos algún concepto o alguna imagen. Pero hemos de ser conscientes que estas imágenes sólo apuntan hacia Él, sólo sugieren algo de Él. Hablamos de Él como Padre, o Luz, o Fuerza, o Primera Causa, o... Pero hemos de ser conscientes de que Él no es un padre, una luz o una causa como las de nuestra experiencia ordinaria. Creer en Dios es, como decía Gregorio de Niza, “abandonarnos en pura pérdida de nosotros mismos en Aquel que no podemos llegar a  conocer”. ¿No es esto irracional? No, porque al menos conocemos que este Gran Desconocido es el fundamento y la raíz de nuestro ser y de nuestro bien. Santo Tomás decía que creer es “amar más allá de lo que conocemos”, porque uno llega a la convicción de que es en este más allá donde está el Bien verdadero que sustenta nuestro bien. Por eso creer es estar siempre a la expectativa de que este Bien inabarcable se nos vaya revelando en las muestras de bien que van apareciendo en nuestra historia y en nuestras vidas. La tradición cristiana nos dirá –como iremos viendo en nuestro comentario del Credo– que esta revelación ha sido espléndida.
(1) Resumen del capítulo 2 del libro “Creer el credo” de Josep Vives. Ed. Sal Terrae. Colección Alcance