UN ÚNICO DIOS ORIGEN DE TODO Y GARANTE DE TODO
Cuando
queremos hacer profesión de nuestra fe cristiana, en el Credo, empezamos
diciendo “Creo en un solo Dios”. Esta
fe se enraíza en la que hace miles de años profesaba el antiguo pueblo de
Israel. La mayoría de los pueblos antiguos creían en muchos dioses, a los que
tenían como responsables de las diversas fuerzas de la naturaleza o bien como
protectores en diversos momentos de la existencia humana. Así pues, había los
dioses de los astros, los del mar, los de los ríos, los que procuraban la
fertilidad de los campos, o el éxito de la caza o de la guerra. Esto implicaba
que los que creían en esta multiplicidad de dioses, no acababan de tener una
concepción unitaria del cosmos: el mundo no tenía para ellos un sentido
unitario, sino que se les presentaba como un lugar de lucha entre muchas
fuerzas y elementos. Por eso, en los relatos míticos de estos pueblos antiguos,
sus dioses a menudo aparecen luchando entre ellos para imponer su dominio, de
la misma manera que hacemos los humanos.
En
cambio, Israel muy pronto llegó a descubrir un sentido unitario del universo
bajo un único Dios, origen de todo y garante de todo. Así queda expresado en una
página iluminadora de la Biblia: “Escucha,
Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es el ÚNICO. Ama al Señor tu Dios
con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Graba en tu
corazón las palabras de los mandamientos que hoy te doy. Incúlcalas a tus
hijos; coméntalo en casa y cuando vas de camino, cuando te vas a dormir y
cuando te levantes. Átatelas en la mano como un distintivo, llévalas como una
marca entre los ojos...” (Deuteronomio 6, 4).
Destaca
en este texto que la afirmación de que Dios es uno se presenta de manera
correlativa a una determinada actitud vital: creer en un solo Dios exige amarlo
y entregarse a Él con todo el corazón, con toda el alma y con todas las
fuerzas. Uno ya no puede vivir dividido entre varias adhesiones. Si Dios es la
única fuente y origen de todo, esto quiere decir que Él es quien ha de unificar
mi corazón y mi vida.
El
místico Carlos de Foucauld lo expresó de manera definitiva al decir: “Desde el momento en que me di cuenta de
quién era Dios, comprendí que ya solo podía vivir para Él”. Es decir, creer
en un único Dios no significa solamente creer que en un más allá del mundo hay
un único y último responsable de todo y que da sentido a todo; quiere decir
también que, consecuentemente, yo me he de sentir en total dependencia respecto
de Él: una dependencia que solo puedo pensarla como positiva (ya que de Él
recibo como don la existencia, la vida y todo lo que me rodea), y que se
realiza en una relación cuya expresión más adecuada es la relación de amor. En
el nuevo Testamento, Jesús expresará de esta manera lo que Israel había creído
desde siempre: Ama al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con
todo tu pensamiento. Este mandamiento es el más grande y el primero. (Mt 22,
37).
QUIEN AMA AL ÚNICO DIOS HA DE AMAR TODO LO QUE DIOS AMA
Pero
Jesús añade inmediatamente: “El segundo
mandamiento es similar: Ama a los demás como a ti mismo. Todos los mandamientos
de la Ley y de los Profetas se fundamentan en estos dos” (Mt 8, 38). Este segundo
mandamiento se deriva del primero con una lógica aplastante: porque si uno ama
como es debido al único Dios, ha de amar también a todos los hombres y a todas las
cosas que provienen de este único Dios. Todo lo que hay fuera de Dios es obra
de Dios y es amado por Dios. Quién ama al único Dios ha de amar todo lo que
Dios ama. Creer en un único Dios significa también creer en una única comunidad
humana que abraza a todos los pueblos y razas, y en una única naturaleza que
abraza desde nuestro planeta hasta los cuerpos de los espacios siderales. Todo
es obra del mismo Dios y todo es amado por el mismo Dios. Por tanto, todo ha de
ser igualmente amado por nosotros si queremos rendir culto a este único Dios y
Señor de todo.
Ya
hemos dicho que en los mitos de los antiguos pueblos politeístas, a veces los
dioses de un pueblo luchaban contra los de otro pueblo, como por ejemplo los
dioses de Troya contra los de Grecia. De esta manera los hombres buscaban dar
una justificación religiosa a las guerras que solo ellos montaban. Y todos
sabemos que en tiempos más recientes a menudo hemos intentado justificar en
nombre de Dios nuestras peleas y exclusiones. El Dios único es necesariamente
el Dios de todos, y por eso Él no puede estar en contra de nadie. El único Dios
lo ama todo y a todos, protege todo lo que de Él viene y no puede dejar de
exigirnos que nos amemos, que nos respetemos y que nos cuidemos y ayudemos unos
a otros, porque Él mismo no puede sino desear el bien de todos y de todo.
Un
autor francés escribía que hay personas que se creen muy religiosas pensando
que por el hecho de amar a Dios sobre todas las cosas ya no tienen que amar
nada más ni a nadie más. Esto es una gran aberración: a fin de llegar a amar
verdaderamente a Dios sobre todas las cosas, es preciso amar todas las cosas,
ya que éstas nos vienen de Dios y Dios las pone a nuestra disposición para el
desarrollo de nuestras vidas, de las vidas de todos. Podrá suceder que encontremos
algunas dificultades para hallar la manera de respetar los derechos de todos que
a veces aparecen en conflicto unos con otros. Pero lo que es incuestionable es
que el único Dios quiere que se respete lo más posible el bien de todos,
porque, como dice la Biblia: “El Señor...
no hace distinción de personas ni se deja sobornar” (Dt 10,17).
Ignacio
de Loyola expresaba así la relación a mantener con Dios y con las cosas y
personas: “amar a Dios en todas las cosas, y a todas en Él, según su divina
voluntad”.
HAY QUE CREER TAMBIÉN CON LA VIDA
Así
pues, creer en un solo Dios implica una determinada manera de vivir: implica amar
y respetar a las personas y a la naturaleza que son obra del único Dios. No se cree
solo con la cabeza, sino que se ha de creer también con la vida. Por eso es
preciso remarcar que creer en un solo Dios no es cosa fácil. Porque creer en un
solo Dios significa tener el corazón unificado; justo lo contrario de lo que los
antiguos monjes denominaban como “la
dispersión del corazón”. Seducidos por la multiplicidad e incapaces de
verlo todo como un inmenso don del mismo Dios y Señor que nos ama y que lo ama
todo, dejamos que nuestro corazón se disperse en amores diversos y contrarios.
Entonces se produce como una especie de desfase entre lo que con la cabeza
decimos que creemos y lo que con el corazón realmente creemos y amamos. Este
desfase viene a ser como una forma de politeísmo: con la cabeza decimos que creemos
en un solo Dios, pero en la vida tenemos el corazón disperso adorando a muchos
dioses que nos seducen, tales como el poder, el dinero, el prestigio, el
placer, la comodidad, etc. Como ya decía Lutero, es donde tienes tu corazón
donde está el verdadero Dios de tu vida.
Es
sabido que en la Biblia a menudo hay textos que entran en polémica contra los ídolos.
Es bien comprensible si tenemos en cuenta que el pueblo de Israel vivía rodeado
por una serie de pueblos que adoraban a varios dioses. Los “dioses”, en plural,
eran personificados en “cosas”: estatuas de piedra y de metales preciosos, y
otras formas de representaciones. El Salmo 115 dice que estos ídolos son “obras de hombres y nada más”. En el
Nuevo Testamento San Pablo instruye a los cristianos sobre la fuerza real que
puede tener sobre ellos una actitud idolátrica, por más que confiesen con la
boca a un único Dios. Escribiendo a los cristianos de Corinto (1Co 8, 4ss) les
dice que, si bien es verdad que los ídolos no son nada, si se les da el nombre
de dioses acaban haciéndose amos y señores nuestros; acaban sometiéndonos a
ellos. Esto es bien curioso: resulta que el ídolo (de madera, o de piedra, o de
cualquier imaginación nuestra) no es nada y, en realidad, no tiene ningún poder
real sobre nosotros; pero si le atribuimos el nombre de Dios, es decir, si lo
consideramos como un verdadero poder supremo, entonces acaba por esclavizarnos
y dominarnos.
Pensemos
en nuestros “ídolos”; en aquellos que pueden dominarnos precisamente porque
nosotros les damos el nombre y la categoría de “dioses”. Pongámosles nombre: la
avaricia del dinero, el sexo, las ansias de dominar a los otros o de
utilizarlos para nuestros propósitos personales. Así, nos dominan cosas que son
ídolos: por ellas mismas no son nada, y no tienen otro poder que el que
nosotros mismos les otorgamos. Pero, de hecho, ¡que poder tan grande que
tienen!
CREER ES AMAR MÁS ALLÁ DE LO QUE CONOCEMOS
Ser
de corazón monoteístas o politeístas depende de nosotros; es decir, depende de
a quién demos el nombre de Dios. O, mejor dicho, depende de si acogemos a Dios
tal y como Él se nos da gratuitamente: como Señor único amoroso de todo y de
todos. Queda patente la indisoluble unidad de los dos mandamientos del
Evangelio: cuando no amamos al prójimo, cuando lo explotamos o utilizamos como si
fuésemos sus señores (es decir, cuando nosotros mismos nos hacemos como
dioses), entonces dejamos de reconocer a Dios como Señor de todos y de todo, y,
en su lugar erigimos a los ídolos de nuestras codicias.
Relacionada
con la polémica contra los ídolos encontramos en la Biblia la prohibición de
hacer imágenes de Dios. Dios está más allá de todo lo que podamos concebir o
imaginar; hacernos una imagen de Él sería reducir a Dios a nuestra medida,
situarlo entre los objetos que están a nuestro alcance. Y, con todo, para creer
en Dios, para hablar de Él, para dirigirnos a Él es inevitable que nos hagamos
algún concepto o alguna imagen. Pero hemos de ser conscientes que estas
imágenes sólo apuntan hacia Él, sólo sugieren algo de Él. Hablamos de Él como
Padre, o Luz, o Fuerza, o Primera Causa, o... Pero hemos de ser conscientes de que
Él no es un padre, una luz o una causa como las de nuestra experiencia
ordinaria. Creer en Dios es, como decía Gregorio de Niza, “abandonarnos en pura pérdida de nosotros mismos en Aquel que no
podemos llegar a conocer”. ¿No es
esto irracional? No, porque al menos conocemos que este Gran Desconocido es el
fundamento y la raíz de nuestro ser y de nuestro bien. Santo Tomás decía que
creer es “amar más allá de lo que conocemos”,
porque uno llega a la convicción de que es en este más allá donde está el Bien
verdadero que sustenta nuestro bien. Por eso creer es estar siempre a la
expectativa de que este Bien inabarcable se nos vaya revelando en las muestras
de bien que van apareciendo en nuestra historia y en nuestras vidas. La
tradición cristiana nos dirá –como iremos viendo en nuestro comentario del
Credo– que esta revelación ha sido espléndida.
(1) Resumen del capítulo
2 del libro “Creer el credo” de Josep Vives. Ed. Sal Terrae. Colección Alcance