No hay persona
humana que pueda dar respuesta a la pregunta por el origen del mal. Pero hay
aproximaciones: Dios ha dado al ser humano la libertad. No quiere robots, no
quiere esclavos, sino interlocutores libres. Los interlocutores libres responden
a los ofrecimientos con un sí o con un no, aman o no aman, no se ven obligados.
Pero con la
libertad surgen también las dificultades. Puedes decir que no, puedes hacerlo
también con el amor de Dios y con el bien. Cuando Dios dice: te necesito, te llamo,
los hombres pueden responder: no quiero, prefiero otra cosa, el dinero, una
satisfacción rápida. Algunos hacen así desdichadas a otras personas –y, en
definitiva, se hacen desdichados a sí mismos-. Y eso es lo que denominamos como
el mal proveniente de la libertad. Los hombres no utilizan siempre su libertad
para el bien. Destruyen a otros, destruyen el medio ambiente, se destruyen a sí
mismos.
Si estuviésemos
frente a la alternativa de ser personas humanas que no pueden hacer nada malo y
carecen de libertad –robots o esclavos- o ser hombres libres, que aman, que
pueden decir que sí o que no, mi respuesta sería: doy gracias a Dios por la
libertad, con todo el riesgo que ella implica. El amor proviene del misterio de
que Dios nos toma en serio como interlocutores.
Deberíamos de
preguntarnos: ¿qué participación tengo yo mismo en la aparición de desgracias? ¿En
qué medida soy responsable de ellas? ¿En qué medida lo soy de la destrucción
del medio ambiente, del calentamiento global, de la desocupación, de la
radicalización en la religión y entre los oprimidos? No debemos preguntar
solamente: ¿por qué existe esto, Dios nuestro? Deberíamos preguntar también:
¿cuál es mi parta en esa situación y cómo puedo yo modificarla? Y además: ¿a
qué restricciones y a qué renuncias estoy dispuesto, para que algo cambie?
Si no puedo
responder la pregunta por el sufrimiento de manera fundamental, sí puedo
preguntarle a mi propia vida: ¿dónde puedo hacer algo para que las cosas vayan
mejor? Si lo hago, ya se produce el cambio de muchas desgracias.
Dios quiere hombres que cuenten con su ayuda y su poder. Esos hombres pueden
transformar la tierra y, sobre todo, transformar el sufrimiento y las
injusticias, a fin de que el mundo llegue a ser como Dios lo ha creado, como
Dios lo quiere: lleno de amor, justo, bien cuidado, interesante. Para ello nos
querría como colaboradores.
Martini, C.M.:
“Coloquios nocturnos en Jerusalén”