La fe cristiana no es solo ni principalmente
aceptar una serie de creencias propuestas por la Iglesia. Es, ante todo, un
encuentro y un compromiso con la persona de Cristo resucitado, que transforma y
compromete la vida entera. Sin esta transformación y compromiso no puede
hablarse de fe. El cristiano no cree en “algo”, en dogmas, verdades o
doctrinas. Cree en “alguien”. Las cosas no pueden llenar el corazón. El
conocimiento de muchas y grandes verdades puede dejar a uno vacío. Sólo el
encuentro amoroso puede satisfacer al ser humano.
Sin
duda, la fe cristiana tiene unos contenidos, pero hay que dejar muy claro que
la confianza del creyente se dirige, ante todo y sobre todo, a una realidad
personal. En la fe no se trata de un conocimiento de verdades o dogmas, sino de
un encuentro personal con el Dios vivo. Como dice Benedicto XVI, “no se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento,
con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva”. Esta Persona es Jesús de Nazaret, Palabra hecha
carne, que nos ha contado la intimidad de Dios y por medio del cual podemos
llegar hasta el Padre.
Como
dice la carta a los romanos, hay que confesar con la boca que Jesús es el
Señor, y para confesar hay que conocer, pero también hay que acoger este
conocimiento en el corazón, para que transforme nuestra vida, pues “con el corazón se cree y con los labios se
profesa” (Rm 10,10).