En la muerte se desvanece todo tiempo. Por eso, al
traspasar la muerte, experimenta el hombre no sólo su propia plenitud,
sino, al mismo tiempo, la plenitud y consumación del mundo. Cuando el
Nuevo Testamento habla de la vida eterna, es decir, de aquello que
acontece en la muerte y al Fin del Mundo, no habla jamás sólo de Dios,
sino siempre conjuntamente de Jesucristo. Y lo mismo hace toda la
tradición cristiana. Nuestra muerte es el gran y definitivo encuentro con Cristo;
El aparecerá ante nosotros; El es nuestro juez y salvador; El transformará
nuestro pobre cuerpo asemejándolo a la figura de su cuerpo resucitado; El
juzgará al mundo y otorgará la vida eterna: Todo esto lo afirma de
Jesucristo el Nuevo Testamento. Esta presencia conjunta de Dios y de Jesucristo
en los acontecimientos finales no es mera yuxtaposición de dos
presencias. Si somos exactos, tenemos que decir: Nosotros encontraremos a
Dios en Jesucristo. En El resplandecerá Dios ante nosotros. En su presencia
contemplaremos nosotros la presencia de Dios. En el encuentro con El
experimentaremos el Juicio de Dios. En Él nos concederá Dios su
misericordia. En Él encontraremos la vida eterna de Dios. En una palabra: nuestro
definitivo encuentro con Dios acontece en Jesucristo. Cabe preguntarse por qué
es esto así; por qué encontraremos definitivamente a Dios en Jesucristo. Y
la respuesta no puede ser más que ésta: Porque así ha sido también
en la historia. Dios nos ha hablado en muchas ocasiones y de muchas maneras;
pero su última, definitiva e insuperable palabra nos la ha dicho en
Jesucristo. En El, Dios se ha convertido en la definitiva revelación y en
la definitiva presencia en este mundo. En El se ha vinculado Dios
definitivamente a este mundo. En El se ha revelado el sí amoroso de Dios
al mundo y al hombre de un modo definitivo y para siempre. Quien desde
ahora desee saber quién es Dios, tiene que contemplar a Jesús. El que le
ve a Él, ve también al Padre. Jesús es el lugar en el que la acción liberadora
y redentora de Dios para con el mundo ha alcanzado su máxima profundidad. Ahora
bien, si Jesús es el lugar en el que se ha instituido de ese modo la
manifestación y la acción definitiva de Dios en nuestra historia y si la
historia terrena no tiene sencillamente una proIongación en el más allá,
sino que encuentra allí su definitivo estado permanente en el que queda inmerso
todo lo que ha sido esencial alguna vez en la historia terrena, entonces
será también Jesucristo, más allá de toda la historia, el auténtico lugar
de nuestro encuentro con Dios. El será, ya para toda la eternidad, lo que
ha sido ya aquí en la tierra: Aquel en quien Dios nos comunica la
palabra eterna de su amor. Dios nos ha aceptado a los hombres tan
profundamente, y nos ama tan entrañablemente, que solo nos quiere
encontrar, por toda la eternidad, en el hombre Jesús; sí: encontraremos,
para siempre y eternamente, a Dios mismo en el corazón de un Hombre y allí
nos veremos envueltos en el amor infinito de Dios.
GERHARD LOHFINK