lunes, 14 de octubre de 2013

¿Es repetible la experiencia de Pascua?



El fragmento evangélico de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35), aun considerándolo sólo desde el punto de vista literario, es uno de los textos más hermosos del Nuevo Testamento. «Quédate con  nosotros, que está atardeciendo y el día va de caída». ¡Qué  profundidad y sencillez narrativas se aprecian ya en esta breve cita! Y  así de sencilla y profunda es toda la narración. A pesar de todo, este fragmento evangélico nos plantea un problema en apariencia difícil. Sabemos mejor que otras generaciones anteriores que las narraciones bíblicas tienen tras sí una larga tradición: que han podido ser reelaboradas, readaptadas teológicamente, matizadas y estilizadas usando los clichés de los distintos géneros literarios y narrativos que tenían a su alcance. Tenemos derecho a suponer que en la narración de los discípulos de Emaús, aun con todos los condicionamientos propios de la época, se narra un encuentro real con el Resucitado. Dos hombres han experimentado a Cristo resucitado y han vivido esa experiencia de un modo tan profundo y real que transformó en ascuas su corazón y les impulsó a volver inmediatamente a Jerusalén para encontrar a sus amigos y contarles la experiencia. El auténtico problema de esta y de todas las restantes historias de Pascua está en otro lugar. El verdadero problema radica en que nosotros, al parecer, ya no tenemos, hoy día, experiencias semejantes. Vamos a decirlo con absoluta claridad: ya se han acabado las experiencias de Pascua. A ninguno de nosotros se nos ha aparecido jamás el Resucitado. Las experiencias de las apariciones de Pascua que nos narran los Evangelios parecen irrepetibles. Aquí está el auténtico problema de las narraciones pascuales. Pues si las experiencias que se esconden tras esas narraciones no son ya accesibles para nosotros, si no pueden ser descubiertas y alcanzadas de nuevo por nosotros, por nuestra propia experiencia, entonces sucede que esas narraciones son algo muerto y ni la mejor de las exégesis puede devolverles la vida. En ese caso, una narración como la de los discípulos de Emaús no tendría ya nada que ver con nosotros y con nuestra propia existencia. Por eso tenemos que preguntarnos, ahora, con toda seriedad y precisión: ¿Es realmente verdad que ya no existen para el hombre actual experiencias semejantes a las que recogen los Evangelios al hablarnos de las historias de Pascua? ¿Es plenamente cierto que ya no están a nuestro alcance tales experiencias? ¿Se dan entre nosotros experiencias del Resucitado? Con unos u otros matices, puede tenerlas cualquier cristiano. Puede tenerlas y experimentarlas, sobre todo, si está dispuesto a seguir a Jesús y a dejarse guiar por Él. Pueden tenerse, también, cuando uno está dispuesto a hacer tan sólo la voluntad de Dios y nada más que su voluntad. Son posibles esas experiencias si estamos dispuestos a ayudar a los demás con todas nuestras fuerzas y energías. Quien ha vivido alguna vez las experiencias descritas, estará capacitado para creer que en otro tiempo, hace ya casi dos mil años, dos discípulos experimentaron, en un camino bien concreto y a una hora exacta y precisa, que Jesús seguía viviendo; que Jesús está con nosotros; que hace que arda nuestro corazón y que nos regala su paz pascual. Y también creerá que llegará alguna vez el momento, del que todas las experiencias pascuales de este mundo no son más que un preludio, en el que tendrá lugar el encuentro último y definitivo; el momento de la alegría que todo lo inunda, en el que nosotros conoceremos de un modo definitivo y en el que Jesús ya no desaparecerá más de nuestros ojos. Entonces ya no habrá noche, ni podrá declinar el día. La alegría del banquete no tendrá fin.
GERHARD LOHFINK