El fragmento evangélico de los
discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35), aun considerándolo sólo desde el punto
de vista literario, es uno de los textos más hermosos del Nuevo
Testamento. «Quédate con nosotros, que está atardeciendo y el día va de
caída». ¡Qué profundidad y sencillez narrativas se aprecian ya en esta
breve cita! Y así de sencilla y profunda es toda la narración. A pesar de
todo, este fragmento evangélico nos plantea un problema en apariencia
difícil. Sabemos mejor que otras generaciones anteriores que las narraciones
bíblicas tienen tras sí una larga tradición: que han podido ser
reelaboradas, readaptadas teológicamente, matizadas y estilizadas usando
los clichés de los distintos géneros literarios y narrativos que tenían a
su alcance. Tenemos derecho a suponer que en la narración de los
discípulos de Emaús, aun con todos los condicionamientos propios de la
época, se narra un encuentro real con el Resucitado. Dos hombres han
experimentado a Cristo resucitado y han vivido esa experiencia de un modo
tan profundo y real que transformó en ascuas su corazón y les impulsó
a volver inmediatamente a Jerusalén para encontrar a sus amigos y contarles
la experiencia. El auténtico problema de esta y de todas las restantes
historias de Pascua está en otro lugar. El verdadero problema radica en que
nosotros, al parecer, ya no tenemos, hoy día, experiencias semejantes. Vamos a
decirlo con absoluta claridad: ya se han acabado las experiencias de Pascua. A
ninguno de nosotros se nos ha aparecido jamás el Resucitado. Las experiencias
de las apariciones de Pascua que nos narran los Evangelios parecen
irrepetibles. Aquí está el auténtico problema de las narraciones pascuales.
Pues si las experiencias que se esconden tras esas narraciones no son ya
accesibles para nosotros, si no pueden ser descubiertas y alcanzadas de nuevo
por nosotros, por nuestra propia experiencia, entonces sucede que esas
narraciones son algo muerto y ni la mejor de las exégesis puede devolverles la
vida. En ese caso, una narración como la de los discípulos de Emaús no tendría
ya nada que ver con nosotros y con nuestra propia existencia. Por eso tenemos
que preguntarnos, ahora, con toda seriedad y precisión: ¿Es realmente
verdad que ya no existen para el hombre actual experiencias semejantes a
las que recogen los Evangelios al hablarnos de las historias de Pascua?
¿Es plenamente cierto que ya no están a nuestro alcance tales
experiencias? ¿Se dan entre nosotros experiencias del Resucitado? Con unos u
otros matices, puede tenerlas cualquier cristiano. Puede tenerlas y experimentarlas,
sobre todo, si está dispuesto a seguir a Jesús y a dejarse guiar por Él. Pueden
tenerse, también, cuando uno está dispuesto a hacer tan sólo la voluntad
de Dios y nada más que su voluntad. Son posibles esas experiencias si
estamos dispuestos a ayudar a los demás con todas nuestras fuerzas y
energías. Quien ha vivido alguna vez las experiencias descritas, estará
capacitado para creer que en otro tiempo, hace ya casi dos mil años, dos
discípulos experimentaron, en un camino bien concreto y a una hora exacta
y precisa, que Jesús seguía viviendo; que Jesús está con nosotros; que
hace que arda nuestro corazón y que nos regala su paz pascual. Y también
creerá que llegará alguna vez el momento, del que todas las experiencias
pascuales de este mundo no son más que un preludio, en el que tendrá lugar
el encuentro último y definitivo; el momento de la alegría que todo
lo inunda, en el que nosotros conoceremos de un modo definitivo y en
el que Jesús ya no desaparecerá más de nuestros ojos. Entonces ya no habrá
noche, ni podrá declinar el día. La alegría del banquete no tendrá fin.
GERHARD LOHFINK