Es uno de los conocimientos básicos de la
antropología actual que el hombre no puede realizarse a sí mismo sin el
encuentro con los demás hombres. Existencia significa vivir en contacto
con los demás. Existir significa recoger experiencias en contacto con los
demás. Sólo el que de niño ha experimentado la bondad de sus padres puede
ser más tarde, él mismo, bondadoso y bueno. Sólo aquel que ha sido
amado profundamente es capaz de amar, él mismo, más adelante. Sólo
el que ha conocido y admitido a otros hombres en su rica y multiforme diversidad
puede conocerse a sI mismo. El hombre se realiza realmente como hombre en
relación con los demás, en una vivencia común del mundo. He dicho
anteriormente que cada hombre posee su mundo propio y personal y que lleva
consigo ese mundo a Dios. Y ahora tengo que añadir: A este mundo propio y
personal pertenecen también los demás hombres con los que cada uno ha
convivido durante su vida. A este mundo pertenecen el padre y la madre, la
hermana y el hermano, la esposa y el esposo, los hijos, los parientes, los
amigos, aquellos por quienes se asumió una responsabilidad y otros
muchos hombres más. Todos ellos han dejado su impronta en nosotros;
todos ellos pertenecen a la historia de nuestra vida. Nuestra
realización humana no es ni siquiera pensable sin los múltiples vínculos
que nos ligan a los hombres que viven en nuestro entorno. Si es verdad que
nosotros nos presentamos ante Dios con todo nuestro mundo, es verdad
también que nos presentamos ante El con todos estos hombres. Y si pensamos
ahora que los hombres con quienes estamos vinculados nosotros están ellos,
a su vez, vinculados con otros muchos más y así sucesivamente,
entonces comprenderemos que no sólo se puede hablar del encuentro de
cada hombre con Dios, sino que se tiene que hablar también y al
mismo tiempo del encuentro de todos los hombres con Dios; sí, del encuentro
de toda la historia con Dios. El resto del mundo y toda la historia están
indisolublemente vinculados con nuestro propio mundo personal. Por eso, en
el momento de la muerte, se presenta juntamente con nosotros, ante Dios,
todo el resto de la historia. También la Iglesia ha creído siempre que toda la
historia se presentará ante Dios; que Dios aparecerá ante todos los hombres
y ante la historia toda; que El juzgará a todos los hombres y a toda
la historia; y finalmente, que no participaremos de la vida de Dios
como individuos particulares, sino en la comunidad de los santos. La teología
dogmática tradicional desplazó naturalmente este encuentro de toda la
humanidad con Dios a un determinado momento, en el Fin del Mundo. Desde el
momento en que se admite en serio que es el hombre entero el que comparece
ante Dios en el momento de la muerte, y se acepta, al mismo tiempo, que a
cada hombre particular le pertenece su cuerpo y toda una parte del mundo,
y que ese mundo lo constituyen otros muchos hombres, desde ese mismo
instante hay que admitir necesariamente que yo y cada uno de los
hombres tendremos que presentarnos ante Dios, en el momento de la
muerte, con todos los hombres que tienen vinculación conmigo y con
mi propio mundo; es decir, que tendremos que comparecer cada uno de nosotros
ante Dios con todo el resto de la humanidad. Pero ¿cómo va a ser eso posible?
¿No es todo esto absurdo? Yo vivo, pero muchos de mis amigos han muerto
ya. ¿Cómo van a presentarse ellos al mismo tiempo que yo ante Dios? Y otra
dificultad: yo muero, pero otros siguen viviendo. Y también: yo y los
hombres con los que he convivido hemos muerto; pero la historia sigue
su curso milenio tras milenio. ¿Cómo puede afirmarse que toda la historia,
que todos los hombres, comparecerán juntamente conmigo ante la presencia
de Dios en el momento de mi muerte? El tiempo aparece ante nosotros, sin duda,
como algo sumamente real. El tiempo dentro del cual queda enmarcada nuestra
vida se nos presenta como algo férreo e inmodificable. Vivimos en el
tiempo, tenemos que adaptarnos a él y no podemos saltárnoslo. Y sin
embargo, el tiempo es algo mucho más irreal y quebradizo de lo que pudiera
parecer en un primer momento. Pues el tiempo no es una cosa como las demás
cosas de este mundo. El tiempo en sí mismo no es una realidad. El tiempo
es una forma de captación de nuestra conciencia. Es un esquema en el que nos
otros vivimos la duración de las cosas. Ya en la microfísica se le asesta
un duro golpe a nuestro concepto del tiempo. Los fenómenos parapsicológicos
muestran bien claramente la relatividad del tiempo. Más allá de nuestro
mundo, ¿existe aún tiempo? Nosotros suponemos esto con frecuencia como
algo evidente. El que distingue entre el juicio personal después de la muerte
y el Juicio U1timo al Fin del Mundo, presupone que existe tiempo en el más
allá. Quien admite que la purificación del hombre después de la muerte
exige un determinado tiempo, presupone que existe tiempo en el más allá.
Quien admite que el alma humana está, en primer lugar, junto a Dios sin el
cuerpo y que el cuerpo sólo se une a ella más adelante, presupone que
existe el tiempo en el más allá. Sin embargo, en realidad, el
tiempo, exactamente lo mismo que el espacio, es una función de
nuestro mundo terreno. El espacio y el tiempo son formas de captación
con las que nosotros experimentamos la existencia terrena. Tienen consistencia
o caen con la experiencia de este mundo nuestro. En el mundo de Dios ya no
existe nuestro espacio ni tampoco nuestro tiempo. Esto significa, por tanto,
que el hombre, desde el momento en que muere y penetra en el mundo de
Dios, no existe ya en el tiempo, sino más allá de todo tipo de tiempo
terreno. Sólo tiene algo que ver con el tiempo terreno en cuanto que todos
los momentos de su existencia están refundidos en su nueva existencia
junto a Dios. Su nueva existencia junto a Dios es el compendio y el fruto
de todo su tiempo terreno, ciertamente transfigurado y sublimado por Dios;
pero su nueva existencia, en sí misma, ya no es una existencia en el
tiempo. Si estas reflexiones son válidas, entonces no podemos decir que
un hombre concreto esté junto a Dios antes que otro cualquiera. Eso supondría,
sin duda, que en el más allá sigue existiendo el tiempo terreno; que allí
transcurren los días, los meses y los años igual que en este mundo. Pero, más
bien, tenemos que decir lo siguiente: Como junto a Dios ya no sigue
existiendo ningún tipo de tiempo terreno, entonces todos los hombres,
aunque hayan muerto en épocas e instantes diversos, encontrarán a Dios «al
mismo tiempo», en el único y eterno «momento» de la eternidad. Como junto
a Dios ya no existe ninguna clase de tiempo terreno, entonces ha pasado ya
la historia en el momento en que yo muero, y mi encuentro con Dios
coincide con el encuentro de toda la humanidad con El. Como junto a Dios
ya no hay ninguna clase de tiempo terreno, entonces mi muerte es ya
el Ultimo Día e igualmente ha llegado con mi muerte la resurrección
de la carne. Es posible también formular todo esto del modo siguiente:
Al morir un hombre y dejar, por eso, el tiempo tras sí, llega a un
«punto» en el que todo el resto de la historia llega con él «al mismo
tiempo» a su fin Y todo esto, a pesar de que esta historia, «dentro» de
la dimensión del tiempo terreno, haya dejado atrás tramos inmensos e inconmensurables.
Ahora puede comprenderse por qué parto con tal confianza de que no sólo es
mi alma la que encuentra a Dios, sino toda mi existencia y juntamente con
ella toda la humanidad. El Fin del Mundo está llamando ya a mi puerta. El
momento del Juicio no está lejano. Todos nosotros vivimos en los últimos
tiempos; estamos ya próximos al fin.
GERHARD LOHFINK