¿«Qué sucede después de la muerte?» ¿Tiene
auténtico sentido esta pregunta? ¿Tenemos derecho a formularla de esta
manera? ¿Nos es lícito hablar sobre realidades que trascienden
nuestra existencia? ¿Puede realmente ayudarnos una mirada al más
allá? ¿Nos hacemos mejores si reflexionamos sobre una vida imperecedera?
¿Nos volvemos más nobles, más honrados, más justos, más sabios, más
humanos? ¿No sería mejor encauzar todas nuestras fuerzas a realizar en
este mundo, lo mejor posible, nuestra existencia? ¿No deberíamos
esforzarnos al máximo en llevar la vida, que se nos. ha dado ahora, lo más
decente y humanamente posible y callarnos respecto a todo lo demás? ¿No es
mejor aceptar silenciosamente el misterio de la vida, su oscuridad y sus
enigmas, con paciencia, valentía y una confianza callada y serena, y dejar
el más allá como un misterio del que nada sabemos? No podemos
olvidar que el hombre es, al mismo tiempo, un ser que no deja de preguntarse
y que sigue indagando en la búsqueda de la realidad total sin cansarse
nunca de formular nuevos interrogantes. Precisamente esa actitud
indagadora es la que le distingue del animal, y cuando se limita a callar
y se resigna y no se inquieta constantemente buscando siempre nuevas
preguntas, con la esperanza de obtener una respuesta, hay que decir que no
se realiza en su plenitud como auténtico ser humano. Por eso opino que
podemos y debemos preguntarnos: ¿Qué viene después de la muerte? ¿Qué sucede
con nuestra vida; con nuestro yo; con nuestra conciencia; con nuestra existencia,
una vez que hemos muerto? ¿Se acaba todo en ese momento para
nosotros? ¿Viene entonces la noche interminable, el sueño eterno, la
nada? ¿Nos extinguimos para siempre, o surge en ese instante lo
auténtico, la verdadera vida? ¿Qué sucede después de la muerte?
Tenemos el derecho y el deber de plantearnos esta pregunta. Pero aun
admitiendo que tengamos derecho a plantearnos estas preguntas, ¿existe
realmente una respuesta? Cuando hablamos sobre el aspecto teológico de la
muerte, es decir, sobre lo que nos sucede en la muerte y más allá de la
muerte, estamos hablando sobre una cuestión que ninguno de nosotros ha
experimentado aún y sobre un camino que ninguno de nosotros ha recorrido
todavía. ¿Puede haber una respuesta a semejantes preguntas? Es claro que
no es posible una respuesta fuera del ámbito de la fe. Lo que nos sucede
después de la muerte sólo lo podemos saber por la fe y, por eso, sólo es
posible abordar el tema a partir de la fe. Esto tiene que quedar bien
claro desde el principio. La expresión «sólo podemos conocerlo por la fe» no
hay que entenderla como algo negativo, como algo a lo que hay que
recurrir cuando no se sabe nada con exactitud. Pues no es eso lo que significa
«creer», considerado desde una perspectiva teológica. La fe significa un
conocimiento personal. Creer significa fiarse totalmente de otro y llegar
a conocer por ese medio. Lo decimos en el mismo sentido en que nos sucede
llegar a conocer las realidades más importantes de la vida humana, sólo
porque creemos y confiamos. Comencemos inmediatamente por la realidad más
sublime e importante para la vida humana: la experiencia del cariño y del amor.
Que haya alguien que nos ame de corazón, sólo podemos creerlo; y sólo podemos
fiarnos de que sea verdaderamente así. No sirven en esto los análisis ni los
experimentos. Cuanto más seccionamos e investigamos a un hombre
psicológicamente, tanto más se nos escapa de las manos. Naturalmente que
hay expresiones, signos e incluso pruebas de amor. Pero ¿cómo podemos
saber si tras todas esas expresiones de amor que nos da una persona no se
oculta el más sutil y larvado egoísmo? Que una persona nos ame
verdaderamente, sólo lo podemos creer. Sólo cuando creemos en el amor del
otro y le correspondemos con nuestro propio amor y sólo cuando somos
capaces de asumir el riesgo de que nos dejen plantados como estúpidos o
engañados, es cuando experimentamos realmente y de un modo definitivo que
somos amados. Así acontece, tal como hemos dicho, con las realidades
más importantes de nuestra vida humana; y así sucede, por tanto, con nuestro
conocimiento sobre lo que encontraremos en el momento de la muerte.
También en esto tenemos que creer y confiar. Tenemos que creer que en
nuestra muerte están escondidos la meta y el misterio de nuestra vida; sí,
tenemos que creer que en la muerte se abrirá ante nosotros un horizonte
infinito, porque nosotros no morimos para sumergirnos en la nada, sino en
Dios: entonces es cuando encontraremos definitivamente y para siempre a
Dios. Pero con esto no hemos conseguido todavía adentrarnos en el
contenido nuclear del tema, que es el siguiente: ¿Qué viene después de la
muerte? Y la primera respuesta es ésta: En nuestra muerte
encontraremos definitivamente y para siempre a Dios. Lo decisivo de esta
frase es la palabra «definitivamente». Porque, ya en nuestra vida terrena,
encontramos a Dios de muchas maneras. Le encontramos en los momentos de
felicidad y cuando rezamos para pedir algo que necesitamos. Le encontramos
en nuestros actos litúrgicos, cuando levantamos hacia El nuestra mirada y
le damos gracias por algo. Le encontramos también en cada servicio
que prestamos a otros y en cualquier intercambio positivo que mantenemos
con nuestros semejantes. Pero en todos estos encuentros Dios permanece oculto
para nosotros. Parece callar. Sí; parece como que se nos escapara constantemente
de nuestra vista. No le podemos retener nunca ni podemos decir jamás:
ahora le he conocido. Constantemente nos encontramos de camino en su
búsqueda y constantemente tenemos que comenzar a buscarle. Encontramos a
Dios de muchas maneras, pero nunca llegamos a conseguir el fin apetecido
del encuentro pleno. Sin embargo, en la muerte encontraremos
definitivamente a Dios; al Dios de nuestras oraciones; al Dios de nuestras
aspiraciones, de nuestra esperanza y de nuestra fe. Cuando hablamos del
cielo, no nos referimos a una cierta clase de cosas que allí nos esperan.
Sólo hay cosas en este mundo terreno. Cielo significa exclusivamente encuentro
con Dios mismo. Dios mismo resplandecerá entonces ante nosotros y no
existe hombre alguno que pueda describir cómo será eso. Lo más que podemos
hacer es pensar en momentos de nuestra vida en los que parecen
desprenderse repentinamente las escamas de nuestros ojos y en los que
súbitamente, como sacudidos por un profundo estremecimiento, descubrimos
relaciones y conexiones que antes no habíamos soñado ni imaginado nunca. Pero
tales comparaciones no son, en el fondo, más que pálidos reflejos que
tienen que difuminarse ante el estremecimiento gozoso y pleno del
encuentro real con Dios. En nuestra muerte encontraremos a Dios
definitivamente. Y entonces comprenderemos que siempre ha estado
enormemente próximo a nosotros, de un modo misterioso; incluso en los
momentos que pensábamos que El estaba lejos. Entonces conoceremos lo
grande y lo santo que es Dios; infinitamente más grande y más santo que la
imagen que de El nos habíamos formado. Dios aparecerá tan grandioso y
santo ante nosotros que sólo con eso colmará todo nuestro pensamiento y
todo nuestro ser definitivamente y para siempre. En nuestra muerte
encontraremos definitivamente y para siempre a Dios.
GERHARD LOHFINK