lunes, 14 de octubre de 2013

¿Qué sucede después de la muerte?



¿«Qué sucede después de la muerte?» ¿Tiene auténtico sentido esta pregunta? ¿Tenemos derecho a formularla de esta manera? ¿Nos es lícito hablar sobre realidades que trascienden nuestra existencia? ¿Puede realmente ayudarnos una mirada al más allá? ¿Nos hacemos mejores si reflexionamos sobre una vida imperecedera? ¿Nos volvemos más nobles, más honrados, más justos, más sabios, más humanos? ¿No sería mejor encauzar todas nuestras fuerzas a realizar en este mundo, lo mejor posible, nuestra existencia? ¿No deberíamos esforzarnos al máximo en llevar la vida, que se nos. ha dado ahora, lo más decente y humanamente posible y callarnos respecto a todo lo demás? ¿No es mejor aceptar silenciosamente el misterio de la vida, su oscuridad y sus enigmas, con paciencia, valentía y una confianza callada y serena, y dejar el más allá como un misterio del que nada sabemos? No podemos olvidar que el hombre es, al mismo tiempo, un ser que no deja de preguntarse y que sigue indagando en la búsqueda de la realidad total sin cansarse nunca de formular nuevos interrogantes. Precisamente esa actitud indagadora es la que le distingue del animal, y cuando se limita a callar y se resigna y no se inquieta constantemente buscando siempre nuevas preguntas, con la esperanza de obtener una respuesta, hay que decir que no se realiza en su plenitud como auténtico ser humano. Por eso opino que podemos y debemos preguntarnos: ¿Qué viene después de la muerte? ¿Qué sucede con nuestra vida; con nuestro yo; con nuestra conciencia; con nuestra existencia, una vez que hemos muerto? ¿Se acaba todo en ese momento para nosotros? ¿Viene entonces la noche interminable, el sueño eterno, la nada? ¿Nos extinguimos para siempre, o surge en ese instante lo auténtico, la verdadera vida? ¿Qué sucede después de la muerte? Tenemos el derecho y el deber de plantearnos esta pregunta. Pero aun admitiendo que tengamos derecho a plantearnos estas preguntas, ¿existe realmente una respuesta? Cuando hablamos sobre el aspecto teológico de la muerte, es decir, sobre lo que nos sucede en la muerte y más allá de la muerte, estamos hablando sobre una cuestión que ninguno de nosotros ha experimentado aún y sobre un camino que ninguno de nosotros ha recorrido todavía. ¿Puede haber una respuesta a semejantes preguntas? Es claro que no es posible una respuesta fuera del ámbito de la fe. Lo que nos sucede después de la muerte sólo lo podemos saber por la fe y, por eso, sólo es posible abordar el tema a partir de la fe. Esto tiene que quedar bien claro desde el principio. La expresión «sólo podemos conocerlo por la fe» no hay que entenderla como algo negativo, como algo a lo que hay que recurrir cuando no se sabe nada con exactitud. Pues no es eso lo que significa «creer», considerado desde una perspectiva teológica. La fe significa un conocimiento personal. Creer significa fiarse totalmente de otro y llegar a conocer por ese medio. Lo decimos en el mismo sentido en que nos sucede llegar a conocer las realidades más importantes de la vida humana, sólo porque creemos y confiamos. Comencemos inmediatamente por la realidad más sublime e importante para la vida humana: la experiencia del cariño y del amor. Que haya alguien que nos ame de corazón, sólo podemos creerlo; y sólo podemos fiarnos de que sea verdaderamente así. No sirven en esto los análisis ni los experimentos. Cuanto más seccionamos e investigamos a un hombre psicológicamente, tanto más se nos escapa de las manos. Naturalmente que hay expresiones, signos e incluso pruebas de amor. Pero ¿cómo podemos saber si tras todas esas expresiones de amor que nos da una persona no se oculta el más sutil y larvado egoísmo? Que una persona nos ame verdaderamente, sólo lo podemos creer. Sólo cuando creemos en el amor del otro y le correspondemos con nuestro propio amor y sólo cuando somos capaces de asumir el riesgo de que nos dejen plantados como estúpidos o engañados, es cuando experimentamos realmente y de un modo definitivo que somos amados. Así acontece, tal como hemos dicho, con las realidades más importantes de nuestra vida humana; y así sucede, por tanto, con nuestro conocimiento sobre lo que encontraremos en el momento de la muerte. También en esto tenemos que creer y confiar. Tenemos que creer que en nuestra muerte están escondidos la meta y el misterio de nuestra vida; sí, tenemos que creer que en la muerte se abrirá ante nosotros un horizonte infinito, porque nosotros no morimos para sumergirnos en la nada, sino en Dios: entonces es cuando encontraremos definitivamente y para siempre a Dios. Pero con esto no hemos conseguido todavía adentrarnos en el contenido nuclear del tema, que es el siguiente: ¿Qué viene después de la muerte? Y la primera respuesta es ésta: En nuestra muerte encontraremos definitivamente y para siempre a Dios. Lo decisivo de esta frase es la palabra «definitivamente». Porque, ya en nuestra vida terrena, encontramos a Dios de muchas maneras. Le encontramos en los momentos de felicidad y cuando rezamos para pedir algo que necesitamos. Le encontramos en nuestros actos litúrgicos, cuando levantamos hacia El nuestra mirada y le damos gracias por algo. Le encontramos también en cada servicio que prestamos a otros y en cualquier intercambio positivo que mantenemos con nuestros semejantes. Pero en todos estos encuentros Dios permanece oculto para nosotros. Parece callar. Sí; parece como que se nos escapara constantemente de nuestra vista. No le podemos retener nunca ni podemos decir jamás: ahora le he conocido. Constantemente nos encontramos de camino en su búsqueda y constantemente tenemos que comenzar a buscarle. Encontramos a Dios de muchas maneras, pero nunca llegamos a conseguir el fin apetecido del encuentro pleno. Sin embargo, en la muerte encontraremos definitivamente a Dios; al Dios de nuestras oraciones; al Dios de nuestras aspiraciones, de nuestra esperanza y de nuestra fe. Cuando hablamos del cielo, no nos referimos a una cierta clase de cosas que allí nos esperan. Sólo hay cosas en este mundo terreno. Cielo significa exclusivamente encuentro con Dios mismo. Dios mismo resplandecerá entonces ante nosotros y no existe hombre alguno que pueda describir cómo será eso. Lo más que podemos hacer es pensar en momentos de nuestra vida en los que parecen desprenderse repentinamente las escamas de nuestros ojos y en los que súbitamente, como sacudidos por un profundo estremecimiento, descubrimos relaciones y conexiones que antes no habíamos soñado ni imaginado nunca. Pero tales comparaciones no son, en el fondo, más que pálidos reflejos que tienen que difuminarse ante el estremecimiento gozoso y pleno del encuentro real con Dios. En nuestra muerte encontraremos a Dios definitivamente. Y entonces comprenderemos que siempre ha estado enormemente próximo a nosotros, de un modo misterioso; incluso en los momentos que pensábamos que El estaba lejos. Entonces conoceremos lo grande y lo santo que es Dios; infinitamente más grande y más santo que la imagen que de El nos habíamos formado. Dios aparecerá tan grandioso y santo ante nosotros que sólo con eso colmará todo nuestro pensamiento y todo nuestro ser definitivamente y para siempre. En nuestra muerte encontraremos definitivamente y para siempre a Dios.
GERHARD LOHFINK