martes, 15 de octubre de 2013

El juicio



El encuentro definitivo con Dios se convertirá para nosotros en juicio. Cada uno de nosotros ha experimentado ya, sin duda, algo semejante. Encontramos a un hombre que es pura bondad y rectitud y entonces se ve uno a sí mismo con otros ojos. Advertimos, de pronto, que nuestra postura era egoísta y estrecha hasta en las fibras más profundas del corazón; que el camino que hemos recorrido ha sido triste y que deberíamos dar un vuelco total a toda nuestra vida. Precisamente cuando un hombre bueno e importante tiene confianza en nosotros y nos aprecia y ama, nos invade -a pesar de toda la inmensa alegría- una profunda turbación; la turbación por lo poco que hemos merecido la confianza y el amor de los demás. Experiencias de este tipo son plenamente necesarias, si queremos comprender por qué el encuentro con Dios se va a convertir en juicio para nosotros. Cuando encontremos a Dios en el momento de nuestra muerte, conoceremos, por primera vez, lo que realmente hemos sido. Dios no necesita sentarse para ser nuestro juez; no necesita interrogarnos como interroga el juez humano a sus acusados; no necesita decirnos: en este y en este punto has fallado lamentablemente, esto y esto tienes que pagar; aquí está tu culpa, no tengo más remedio que condenarte. No, Dios no celebrará un juicio de ese tipo. Todo será de una manera completamente diferente: precisamente al experimentar nosotros, en el encuentro definitivo con Dios, la plena dimensión de la bondad y del amor con que Dios nos amó durante nuestra vida terrena, se nos abrirán los ojos sobre nosotros mismos. Y reconoceremos, sumidos en una terrible turbación, nuestra autosuficiencia; nuestra dureza de corazón; nuestra falta de amor y nuestro egoísmo. Todos nuestros autoengaños y las ilusiones vanas que hemos ido forjando en nosotros a lo largo de nuestra vida se derrumbarán de golpe. Caerán también todas las máscaras tras las cuales nos hemos escondido. Tenemos que abandonar también todos los papeles que hemos desempeñado ante nosotros mismos y ante los demás. Esto será infinitamente doloroso y nos quemará como el fuego. Cuando Dios resplandezca con toda su luz ante nosotros, comprenderemos de golpe lo que nosotros habríamos podido ser y lo que hemos sido en realidad. Eso es también, y al mismo tiempo, nuestro «purgatorio». Su contenido fundamental consiste en que a nosotros se nos abrirán los ojos sobre nosotros mismos en el encuentro con el Dios santo; que el conocimiento de lo que somos en realidad, será para nosotros terriblemente doloroso; que este dolor va a ser precisamente el que nos va a purificar y nos va a capacitar, en última instancia, para realizar el encuentro con Dios. Pero todo esto no como un proceso que se nos impone como castigo temporal o como un estado, sino como un acontecimiento que se realiza inmediatamente en el encuentro con Dios; como un acontecimiento que es el que realmente posibilita ese encuentro con Dios. Lo mejor sería afirmar sencillamente: El encuentro con Dios en el momento de nuestra muerte se va a convertir para nosotros en juicio; en juicio que nos va a quemar como fuego. Quizá todo esto serían afirmaciones  unilaterales si no añadiéramos inmediatamente una tercera afirmación: En este encuentro experimentamos nosotros a Dios no sólo como nuestro juez; sino que experimentamos, al mismo tiempo y para siempre, su misericordia y su amor. Podemos confiar en que encontraremos a la hora de la muerte a un Dios bueno y misericordioso. La bondad y el amor de Dios no sólo nos acompañan durante la vida, sino que solamente se nos revelarán en toda su plenitud cuando encontremos definitivamente a Dios; cuando se nos abran los ojos y conozcamos nuestra dureza de corazón y nuestra falta de misericordia. Precisamente entonces saldrá Dios a nuestro encuentro como el padre bondadoso de la parábola; no nos interrogará sobre nuestras culpas y nuestra justicia, sino que nos apretará contra su corazón animado por una alegría infinita. Esta será la auténtica experiencia de nuestra muerte: el amor, la bondad y la misericordia de Dios. Sólo por fe podemos creer que la meta y el misterio de nuestra vida están escondidos en nuestra muerte. Y ahora deseo añadir también que sólo por la fe podemos esperar que Dios saldrá entonces a nuestro encuentro lleno de amor y misericordia. Es claro y evidente que esto no se puede demostrar en modo alguno. Pero ya lo hemos dicho también antes: el amor nunca se puede probar. Sólo se puede creer en él. Sólo se puede responder a él arriesgando nuestro propio amor. El que está dispuesto a asumir el riesgo de creer en el amor de Dios, al final no pertenecerá al grupo de los estúpidos ni de los desengañados. Al que cree en el amor de Dios, la muerte le conducirá al misterio incomprensible e inefable de ese mismo amor de Dios. 
GERHARD LOHFINK