martes, 15 de octubre de 2013

El alma y el cuerpo después de la muerte



En los siglos pasados era muy frecuente encontrar esta formulación: En la muerte, el alma del hombre se separa del cuerpo; el alma llega a Dios y es juzgada por El. Si Dios concede la bienaventuranza eterna al alma, ésta goza de la visión beatífica de Dios hasta que le sea asignado el cuerpo transfigurado por Dios el día del Juicio final, cuando resuciten los muertos. Esta concepción se impuso pronto en la teología, durante los primeros siglos y sigue aún viva dentro de amplios sectores cristianos. Pero tiene que quedar bien claro que esta explicación no es sino una imagen auxiliar; un tipo de representación ligada a un momento cultural determinado. Este modelo imaginativo intentaba explicar que el Nuevo Testamento habla de la resurrección del hombre completo al final de los tiempos; a la vez tenía que tener en cuenta que ya inmediatamente, en el mismo momento de la muerte, tiene el hombre que encontrarse con Dios. No es posible eliminar de la fe cristiana ninguno de estos elementos: la resurrección corporal en el juicio final y el encuentro de cada hombre con Dios ya en el momento de la muerte. Se pretendía mantener ambos elementos y se pensaba que sólo era posible mantenerlos imaginando que el alma, inmediatamente después de la muerte, iba al encuentro con Dios y que el cuerpo, por el contrario, sólo al fin del mundo sería resucitado por Dios. Todo este modo de entender las cosas va siendo abandonado hoy cada vez más por la teología, pues esta concepción parte de unos presupuestos que no provienen, en modo alguno, de la Biblia, sino de la filosofía griega; presupuestos que le resultan cada vez más discutibles a la teología moderna; a saber: que el hombre pueda descomponerse limpiamente en cuerpo y alma; que, además, el alma sea la parte mejor y más importante del hombre y que el alma pueda ir, incluso sin el cuerpo, al encuentro con Dios. Pero ¿puede hablarse de alma entendida en ese sentido?; ¿es lícito imaginar el cuerpo y el alma como dos elementos que pueden disociarse y separarse y a los que también se les puede unir de nuevo? Evidentemente hoy no es posible hablar así. El cuerpo y el alma no son dos partes del hombre, sino dos modos diversos de una realidad única e indivisible que es el hombre. El hombre es alma y cuerpo. Pero es ambas cosas en una unidad indisoluble. Por eso la muerte afecta, también, a todo el hombre. Quien sostenga que la muerte sólo afecta al cuerpo, no toma en serio la realidad de la muerte. Parece entonces como si el alma, en la muerte, liberada del cuerpo como de una cárcel, se dirigiese al encuentro con Dios. No; la muerte alcanza a todo el hombre, a toda su existencia. Nosotros tenemos que morir, nosotros y todo lo que es nuestro. Quien se represente las cosas de otra manera, tiene que preguntarse si hace realmente justicia a la pavorosa importancia y seriedad de la muerte. Sí; tiene que preguntarse si no considera al cuerpo como algo superfluo, quizá, incluso, como algo negativo. Pues si el alma halla su plena y perfecta felicidad en la contemplación intuitiva de Dios, prescindiendo del cuerpo, entonces la resurrección de la carne es algo sencillamente superfluo. ¿No se habrá deslizado en esta concepción del hombre un oculto desprecio y desestima del cuerpo? También es válida entonces esta otra formulación: si se afirma que el hombre constituye una unidad, que es todo el hombre el que debe experimentar la muerte, entonces será más fácil y más inequívoco mantener que, en la muerte, es también todo el hombre, en cuerpo y alma, el que llega a Dios. Pues cuando morimos no nos sumergimos en la nada, sino en la vida eterna junto a Dios. La muerte nos afecta como totalidad, pero nos sitúa también en lo que será nuestro permanente estado definitivo, frente a Dios. Nosotros y todo lo que es nuestro tiene que morir. Eso es cierto. Pero también esto otro es igualmente cierto: nosotros llegaremos a Dios, nosotros y todo lo nuestro. Si afirmáramos solamente que nuestra alma llega a Dios en Ia muerte y entendiéramos el alma como una realidad distinta de nuestro cuerpo, entonces no podríamos mantener la afirmación de que somos nosotros, con todo lo que constituye nuestro ser humano, los que llegamos a Dios. Pues el hombre no es sólo un alma abstracta. El hombre es también cuerpo; más aún, el hombre es todo un mundo. Al hombre le pertenecen sus alegrías y sus sufrimientos, sus gozos y sus tristezas, sus acciones buenas y malas, todas las obras que ha llevado a cabo en su vida, todas las cosas que ha creado, todas las ideas y proyectos para los que ha vivido, todos los momentos que ha soportado, todas las lágrimas que ha derramado, todas las sonrisas que han alegrado y vivificado su rostro, su larga y personal historia que ha recorrido: todo esto es el hombre. Y todo esto no lo es sólo en cuanto alma; esto lo es también, y precisamente, en cuanto cuerpo. Si no llegara todo el hombre con alma y cuerpo a Dios, no podría tampoco presentar toda la historia de su vida ante El. En el momento de la muerte se presenta ante Dios todo el hombre en «cuerpo y alma»; es decir, con toda su vida, con todo su mundo personal y con toda la historia incambiable de su vida.
GERHARD LOHFINK