lunes, 14 de octubre de 2013

La ascensión de Jesús



No hay duda alguna: cuando se describe en el Nuevo Testamento el desarrollo visible y concreto de la marcha de Jesús a Dios, se presenta en la forma corriente en que se describían historias de otras ascensiones; es una forma narrativa que era usual y corriente en la Antigüedad y que, como sucede en nuestra actual narrativa, estaba al alcance de cualquiera que tuviera que contar el fin de la vida de algún personaje importante. Narraciones de ese tipo no son relatos documentales, sino que expresan en imágenes, y manifiestan de un modo cifrado y simbólico, lo que de otra manera resultaría extremadamente difícil de expresar. De lo que se trata, en definitiva, en las dos narraciones de San Lucas que nos hablan de la Ascensión, no es de transmitirnos una descripción de procesos históricos que acontecen en el tiempo y en el espacio, sino de explicarnos un acontecimiento que significa, precisamente, la transcendencia del espacio y el tiempo: el camino del hombre hacia el último sentido de toda la historia, el camino del hombre hasta Dios. Lucas quiere demostrar que el camino que Jesús ha recorrido y dejado tras Él no acaba en el fracaso y el vacío, sino que tiene un sentido que lo llena y plenifica todo. No acaba en la oscuridad de este mundo, sino en la luz de Dios. No acaba en la nada absoluta, sino en el corazón de aquel a quien Jesús llamaba su Padre. A este respecto, no existe en el Nuevo Testamento ninguna diferencia real entre la Resurrección y la Ascensión. Ambas expresiones pretenden, cada una con distintas imágenes y dentro de un horizonte imaginativo diverso, expresar que Jesús no ha permanecido en la muerte, sino que precisamente en la muerte ha alcanzado el último sentido de toda la historia, que es Dios. Sólo así, en esta perspectiva, tienen sentido nuestras preguntas. Y ante todo esta pregunta: ¿Todo esto es verdad? ¿Fue la muerte de Jesús realmente un camino que llevaba desde la oscuridad de este mundo a la luz eterna de Dios? ¿Encontró Él, realmente, al Padre en el que había creído y al que había predicado? O expresándonos gráficamente, ¿encontró Jesús al abrir los ojos después de la muerte la nada vacía, fría, carente de sentido? ¿Qué sucedería después de la muerte si no existiera nada de cuanto anuncia la fe? ¿Qué pasaría si después llegara la nada, la noche profunda, el sueño eterno sin fin y sin un nuevo despertar? ¿Y si toda esperanza y toda fe hubieran sido en vano? ¿Y si nuestra muerte acabara no en un último sentido, sino en un interrogante eterno, en un último y definitivo fracaso? Creo que sólo haciéndolo así, planteamos a las narraciones bíblicas de la Ascensión las preguntas más auténticas y decisivas. Quien, todavía hoy, sigue especulando respecto a estas narraciones sobre si se han desarrollado los acontecimientos, basta en sus más mínimos detalles, tal como lo cuenta el evangelista, es que no ha entendido aún de qué se trata realmente. Se trata, en definitiva, de lo siguiente: «¿Tiene nuestra vida una última meta o no? ¿Tiene nuestra vida un último sentido, que da significado a todo lo demás, o no?». La respuesta a estas preguntas no puede darla nadie por nosotros. Somos nosotros mismos los que tenemos que decidir entre un último sentido y un vacío definitivo; entre un último sentido y un último sinsentido. Ante esta opción nos sitúa la Ascensión de Cristo; ante esta opción nos sitúa la Pascua; esta es la opción que tenemos que hacer durante toda nuestra vida.
GERHARD LOHFINK