No hay duda alguna: cuando se describe en el
Nuevo Testamento el desarrollo visible y concreto de la marcha de Jesús a
Dios, se presenta en la forma corriente en que se describían historias de
otras ascensiones; es una forma narrativa que era usual y corriente en la
Antigüedad y que, como sucede en nuestra actual narrativa, estaba al
alcance de cualquiera que tuviera que contar el fin de la vida de algún
personaje importante. Narraciones de ese tipo no son relatos
documentales, sino que expresan en imágenes, y manifiestan de un modo
cifrado y simbólico, lo que de otra manera resultaría extremadamente
difícil de expresar. De lo que se trata, en definitiva, en las dos narraciones
de San Lucas que nos hablan de la Ascensión, no es de transmitirnos
una descripción de procesos históricos que acontecen en el tiempo y en
el espacio, sino de explicarnos un acontecimiento que significa, precisamente,
la transcendencia del espacio y el tiempo: el camino del hombre hacia el
último sentido de toda la historia, el camino del hombre hasta Dios. Lucas
quiere demostrar que el camino que Jesús ha recorrido y dejado tras Él no
acaba en el fracaso y el vacío, sino que tiene un sentido que lo llena y
plenifica todo. No acaba en la oscuridad de este mundo, sino en la luz de
Dios. No acaba en la nada absoluta, sino en el corazón de aquel a quien
Jesús llamaba su Padre. A este respecto, no existe en el Nuevo Testamento
ninguna diferencia real entre la Resurrección y la Ascensión. Ambas expresiones
pretenden, cada una con distintas imágenes y dentro de un horizonte
imaginativo diverso, expresar que Jesús no ha permanecido en la muerte,
sino que precisamente en la muerte ha alcanzado el último sentido de toda
la historia, que es Dios. Sólo así, en esta perspectiva, tienen sentido nuestras
preguntas. Y ante todo esta pregunta: ¿Todo esto es verdad? ¿Fue la muerte
de Jesús realmente un camino que llevaba desde la oscuridad de este mundo
a la luz eterna de Dios? ¿Encontró Él, realmente, al Padre en el que había
creído y al que había predicado? O expresándonos gráficamente, ¿encontró
Jesús al abrir los ojos después de la muerte la nada vacía, fría, carente
de sentido? ¿Qué sucedería después de la muerte si no existiera nada de
cuanto anuncia la fe? ¿Qué pasaría si después llegara la nada, la
noche profunda, el sueño eterno sin fin y sin un nuevo despertar? ¿Y si
toda esperanza y toda fe hubieran sido en vano? ¿Y si nuestra muerte acabara
no en un último sentido, sino en un interrogante eterno, en un último y
definitivo fracaso? Creo que sólo haciéndolo así, planteamos a las
narraciones bíblicas de la Ascensión las preguntas más auténticas y
decisivas. Quien, todavía hoy, sigue especulando respecto a estas
narraciones sobre si se han desarrollado los acontecimientos, basta en sus
más mínimos detalles, tal como lo cuenta el evangelista, es que no
ha entendido aún de qué se trata realmente. Se trata, en definitiva, de
lo siguiente: «¿Tiene nuestra vida una última meta o no? ¿Tiene nuestra
vida un último sentido, que da significado a todo lo demás, o no?». La
respuesta a estas preguntas no puede darla nadie por nosotros. Somos
nosotros mismos los que tenemos que decidir entre un último sentido y un
vacío definitivo; entre un último sentido y un último sinsentido. Ante
esta opción nos sitúa la Ascensión de Cristo; ante esta opción nos sitúa
la Pascua; esta es la opción que tenemos que hacer durante toda nuestra
vida.
GERHARD LOHFINK