lunes, 17 de junio de 2013

El milagro, signo para el creyente



El milagro como tal no puede ser reconocido más que por el creyente. Un regalo entre amigos es realmente -regalo- sólo porque existe ya una amistad o por lo menos un mínimo de conocimiento que permite descubrir en el objeto ofrecido un signo de amistad. Un objeto dado por la calle a un desconocido es una cuestión, no un signo. En un acontecimiento que le parece extraordinario el creyente o, por lo menos, aquel que tiene ya cierta noción de Dios y está dispuesto a creer, reconoce un signo que le ofrece su Dios. Pero ese reconocimiento no se lleva a cabo a partir del hecho aislado. Sólo puede abrirse a una significación por haberse puesto en relación con otros hechos, con unas palabras. Lourdes es ante todo un lugar de oración y en ese contexto es donde las curaciones pueden tener sentido; los milagros de Jesús están siempre ligados a su enseñanza. Se necesita la fe o por lo menos un mínimo de disposiciones para reconocer el milagro. Pero entonces, ¿será quizás una -prueba- para el que no cree?
Pongamos por ejemplo los acontecimientos de pentecostés (Hech 2). Tuvo que ocurrir alguna cosa un tanto extraordinaria (concretamente, el hecho de que los discípulos celebrasen a Dios en lenguas extranjeras) para que las gentes acudiesen en tropel. He aquí, pues, un fenómeno extraordinario y las gentes se preguntan: «¿Qué es lo que ocurre?» y entonces buscan una explicación natural, «científica»: «iEstán borrachos!». Los creyentes, por su parte, dan su propia interpretación. «No, no estamos borrachos –declara Pedro-; es el signo de la venida del espíritu». Algunos oyentes se dejan tocar por esta palabra y se convierten. Este relato nos describe un esquema-tipo de conversión, en tres etapas:
1. Todo empieza por una cuestión. Yo me siento seguro dentro del universo mental que me he construido; tengo una visión global del mundo que me permite vivir y dar cuenta de los acontecimientos. Y he aquí que se presenta algo que no cuadra con esas categorías y que lo pone todo en discusión; esto hace surgir en mí una cuestión: “-¿Quién es entonces ese hombre?”, exclamaban los contemporáneos de Jesús; -¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho vosotros eso?”, les pregunta el sanedrín a Pedro y a Juan tras la curación del cojo del templo (Hech 4, 7). Antes de que sea proclamado el mensaje y de que pueda acogerlo el oyente, es preciso que el hombre se abra, en espera de alguna cosa.
2. A la cuestión planteada el creyente le da su interpretación: pone de manifiesto el sentido que ha percibido en el acontecimiento: “-Se trata del Espíritu Santo... -declara Pedro-; ha sido en nombre de Jesús como hemos curado a ese hombre” (Hech 4, 10). Así, pues, yo me siento interpelado, obligado a comprometerme, a tomar posición ante esa interpretación.
3. La respuesta que vaya dar puede brotar entonces de lo más profundo de mi ser, porque siento que me compromete, que va a modificar la visión que tenía del mundo. Yo acepto esa interpretación del creyente y accedo a la fe, replanteando de nuevo toda mi concepción de las cosas. O por el contrario la rechazo y sigo en la incredulidad. De esta forma se ve con claridad que el milagro no puede ser una «prueba». En efecto, ninguna prueba puede obligar a nadie a tener confianza en otro.
Charpentier, E.