El milagro como tal no puede ser reconocido más que por el creyente. Un regalo entre
amigos es realmente -regalo- sólo porque existe ya una amistad o por lo menos
un mínimo de conocimiento que permite descubrir en el objeto ofrecido un signo de
amistad. Un objeto dado por la calle a un desconocido es una cuestión, no un
signo. En un acontecimiento que le parece extraordinario el creyente o, por lo
menos, aquel que tiene ya cierta noción de Dios y está dispuesto a creer, reconoce
un signo que le ofrece su Dios. Pero ese reconocimiento no se lleva a cabo a
partir del hecho aislado. Sólo puede abrirse a una significación por haberse
puesto en relación con otros hechos, con unas palabras. Lourdes es ante todo un
lugar de oración y en ese contexto es donde las curaciones pueden tener
sentido; los milagros de Jesús están siempre ligados a su enseñanza. Se
necesita la fe o por lo menos un mínimo de disposiciones para reconocer el
milagro. Pero entonces, ¿será quizás una -prueba- para el que no cree?
Pongamos
por ejemplo los acontecimientos de pentecostés (Hech 2). Tuvo que ocurrir
alguna cosa un tanto extraordinaria (concretamente, el hecho de que los
discípulos celebrasen a Dios en lenguas extranjeras) para que las gentes
acudiesen en tropel. He aquí, pues, un fenómeno extraordinario y las gentes se
preguntan: «¿Qué es lo que ocurre?» y
entonces buscan una explicación natural, «científica»: «iEstán borrachos!». Los creyentes, por su parte, dan su propia
interpretación. «No, no estamos borrachos
–declara Pedro-; es el signo de la venida
del espíritu». Algunos oyentes se dejan tocar por esta palabra y se
convierten. Este relato nos describe un esquema-tipo de conversión, en tres
etapas:
1.
Todo empieza por una cuestión. Yo me siento seguro dentro del universo
mental que me he construido; tengo una visión global del mundo que me permite
vivir y dar cuenta de los acontecimientos. Y he aquí que se presenta algo que
no cuadra con esas categorías y que lo pone todo en discusión; esto hace surgir
en mí una cuestión: “-¿Quién es entonces
ese hombre?”, exclamaban los contemporáneos de Jesús; -¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho vosotros eso?”,
les pregunta el sanedrín a Pedro y a Juan tras la curación del cojo del templo (Hech
4, 7). Antes de que sea proclamado el mensaje y de que pueda acogerlo el
oyente, es preciso que el hombre se abra, en espera de alguna cosa.
2.
A la cuestión planteada el creyente le da su interpretación: pone de
manifiesto el sentido que ha percibido en el acontecimiento: “-Se trata del Espíritu Santo...
-declara Pedro-; ha sido en nombre de
Jesús como hemos curado a ese hombre” (Hech 4, 10). Así, pues, yo me siento
interpelado, obligado a comprometerme, a tomar posición ante esa
interpretación.
3. La respuesta que vaya dar puede brotar entonces de lo más profundo de mi ser, porque
siento que me compromete, que va a modificar la visión que tenía del mundo. Yo
acepto esa interpretación del creyente y accedo a la fe, replanteando de
nuevo toda mi concepción de las cosas. O por el contrario la rechazo y sigo en la
incredulidad. De esta forma se ve con claridad que el milagro no puede ser
una «prueba». En efecto, ninguna prueba puede obligar a nadie a tener confianza
en otro.
Charpentier, E.