El primero de estos signos es la capacidad de misericordia, de mirar
al mundo, a las personas y a mí mismo, con lucidez y, sin embargo, con
misericordia; con lucidez y con ternura. Esta misericordia no es el sentimiento
que espontáneamente nos surge, ni aquel al que nos pueden llevar
consideraciones meramente humanas. Pero sentir a Dios en la experiencia
cotidiana es sentir tan abrumadoramente un amor sin razones, es experimentar
tan frecuentemente el efecto salvador de la ternura, que acaba por
contagiársenos ese modo divino de ver el mundo.
Otro signo es la gratuidad, que significa capacidad
de don sin respuesta o sin recompensa, priorización de la necesidad del otro
sobre mis gustos o sentimientos, capacidad de amar lo no amable pero necesitado
de cariño, relativización tanto del éxito como del fracaso, ejercicio
permanente de la paciencia... Esa gratuidad tiende a hacerse gesto concreto en
el servicio, en el sentido más evangélico de la palabra, en el vivir la vida a
los pies del otro. Servicio sin pretensiones, sin ostentación, sin facturas ni
inmediatas ni a medio o largo plazo.
Vivir el seguimiento de Cristo en
la vida cotidiana no es fácil: requiere amor, pasión, paciencia, en ocasiones
incluso tensión. Pero probablemente por ninguna otra ruta nuestra humanidad
puede dar tanto de sí. Nada menos que a percibir presente al Dios vivo que nos
sostiene y acompaña, a Aquel que dijo a Moisés: Yo soy.
Mateos, J.A.