lunes, 17 de junio de 2013

Dificultades para el encuentro con Dios en la vida



Nunca ha resultado fácil descubrir a Dios en lo cotidiano, hacer la experiencia del encuentro con El en medio de los avatares de la vida. Es fácil perderse en medio de tantos estímulos e influjos como recibimos en el día a día. Es muy posible vivir estancados en la superficie de las cosas.
Por eso han sido tan frecuentes en la historia del cristianismo fenómenos como necesitar marcharse de lo cotidiano para buscar a Dios, hablar de las cosas de Dios con un lenguaje distinto al empleado para hablar de las cosas habituales, adjudicar lo de Dios a ciertos grupos minoritarios de personas que incluso debían vestir de otro modo, etc. Especial importancia alcanzó este movimiento a partir del siglo IV, cuando el cristianismo se convirtió en religión oficial del Imperio Romano, y surgió la necesidad de oponerse con radicalidad a un cristianismo diluido por las conversiones en masa y la consiguiente mediocridad espiritual ambiental.
Este modelo de cristianismo es precisamente el que muchos declaran imposible para el futuro (tal vez ya para la actualidad). Y sin embargo, no hay duda de que Dios sigue haciéndose presente en nuestra sociedad, en nuestro mundo, en nuestro contexto histórico, social, económico. Como dice F. Javier Vitoria, “No hay territorio comanche para Dios”. Este mismo autor, citando a Xabier Zubiri, afirma que la experiencia de Dios no es una experiencia al margen de lo que es la experiencia de la vida cotidiana: andar, comer, llorar, etc. Se trata más bien de la manera en la que en todo eso hacemos experiencia de la condición divina en que el hombre consiste. No es que haya que tratar con las cosas y además con Dios, como dos compartimentos estancos e independientes. El hombre se ocupa de Dios ocupándose de las cosas de la vida diaria y corriente con las demás personas. Ahí es donde el ser humano realiza la experiencia de Dios. No son necesarias experiencias “galácticas”, ni abandonar el mundo en el que habitualmente vivimos y retirarnos a una vida monástica, o eremítica. Potencialmente no hay rincón o grieta de la realidad en la que Dios no pueda hacerse presente.
El contexto social en el que vivimos no nos permite generalmente una vida alejada del ruido y los compromisos, sino que nos invita (casi a la fuerza) a que si queremos descubrir a Dios y relacionarnos con Él, sólo podamos realizarlo en nuestra experiencia cotidiana y a hacer de nuestra vida comunitaria, familiar, apostólica, profesional, social, el lugar de encuentro y relación con El.
Esta dificultad para descubrir la presencia de Dios en medio del discurrir de nuestros días no es una novedad nuestra. Ya los primeros discípulos de Jesús la experimentaron. Jesús, tras ser resucitado por Dios, vive entre ellos y, fiel a sus promesas, sigue haciéndose presente en la vida y en la acción de sus discípulos, sólo que de una manera distinta, diversa, en muchas ocasiones inesperada, y siempre humilde, sencilla, nada espectacular. Por eso les cuesta reconocerle, hasta tal punto que el evangelio de Marcos afirma que Jesús «les echó en cara su incredulidad y su terquedad» (Mc 16, 14).
Todo ello nos remite también a nuestra propia situación. Jesús vive hoy, ha resucitado y está entre nosotros: ese es el núcleo de nuestra fe que proclamamos en tantas ocasiones. Jesús se hace presente a nuestras vidas e historias cotidianas, porque así lo prometió en sus últimas palabras, según el evangelio de Mateo: «Mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Tenemos fe en su vida y en su presencia, tenemos también deseo de encontrarle, de sentir su aliento, su fuerza, su manera de ver las cosas... ¿qué nos sucede, pues, que le sentimos ausente o lejano de nuestra vida y preocupaciones cotidianas?, ¿cuáles son las causas o las circunstancias que nos impiden tener una experiencia viva y transformadora de Dios en nuestra vida ordinaria? ¿Por qué parece que estamos, como nos recuerda el título de una película reciente, “Sin noticias de Dios”?
Mateos, J.A.