Nunca ha resultado fácil descubrir a Dios en lo cotidiano, hacer
la experiencia del encuentro con El en medio de los avatares de la vida. Es
fácil perderse en medio de tantos estímulos e influjos como recibimos en el día
a día. Es muy posible vivir estancados en la superficie de las cosas.
Por eso han sido tan frecuentes
en la historia del cristianismo fenómenos como necesitar marcharse de lo
cotidiano para buscar a Dios, hablar de las cosas de Dios con un lenguaje
distinto al empleado para hablar de las cosas habituales, adjudicar lo de Dios
a ciertos grupos minoritarios de personas que incluso debían vestir de otro
modo, etc. Especial importancia alcanzó este movimiento a partir del siglo IV,
cuando el cristianismo se convirtió en religión oficial del Imperio Romano, y
surgió la necesidad de oponerse con radicalidad a un cristianismo diluido por
las conversiones en masa y la consiguiente mediocridad espiritual ambiental.
Este modelo de cristianismo es
precisamente el que muchos declaran imposible para el futuro (tal vez ya para
la actualidad). Y sin embargo, no hay duda de que Dios sigue haciéndose
presente en nuestra sociedad, en nuestro mundo, en nuestro contexto histórico,
social, económico. Como dice F. Javier Vitoria, “No hay territorio comanche para Dios”. Este mismo autor, citando a
Xabier Zubiri, afirma que la experiencia de Dios no es una experiencia al
margen de lo que es la experiencia de la vida cotidiana: andar, comer, llorar,
etc. Se trata más bien de la manera en la que en todo eso hacemos experiencia
de la condición divina en que el hombre consiste. No es que haya que tratar con
las cosas y además con Dios, como dos compartimentos estancos e independientes.
El hombre se ocupa de Dios ocupándose de las cosas de la vida diaria y
corriente con las demás personas. Ahí es donde el ser humano realiza la
experiencia de Dios. No son necesarias experiencias “galácticas”, ni abandonar
el mundo en el que habitualmente vivimos y retirarnos a una vida monástica, o
eremítica. Potencialmente no hay rincón o grieta de la realidad en la que Dios
no pueda hacerse presente.
El contexto social en el que
vivimos no nos permite generalmente una vida alejada del ruido y los
compromisos, sino que nos invita (casi a la fuerza) a que si queremos descubrir
a Dios y relacionarnos con Él, sólo podamos realizarlo en nuestra experiencia
cotidiana y a hacer de nuestra vida comunitaria, familiar, apostólica, profesional,
social, el lugar de encuentro y relación con El.
Esta dificultad para descubrir la
presencia de Dios en medio del discurrir de nuestros días no es una novedad
nuestra. Ya los primeros discípulos de Jesús la experimentaron. Jesús, tras ser
resucitado por Dios, vive entre ellos y, fiel a sus promesas, sigue haciéndose
presente en la vida y en la acción de sus discípulos, sólo que de una manera
distinta, diversa, en muchas ocasiones inesperada, y siempre humilde, sencilla,
nada espectacular. Por eso les cuesta reconocerle, hasta tal punto que el
evangelio de Marcos afirma que Jesús «les
echó en cara su incredulidad y su terquedad» (Mc 16, 14).
Todo ello nos remite también a
nuestra propia situación. Jesús vive hoy, ha resucitado y está entre nosotros:
ese es el núcleo de nuestra fe que proclamamos en tantas ocasiones. Jesús se
hace presente a nuestras vidas e historias cotidianas, porque así lo prometió
en sus últimas palabras, según el evangelio de Mateo: «Mirad que yo estoy con vosotros cada día, hasta el fin del mundo» (Mt
28, 20). Tenemos fe en su vida y en su presencia, tenemos también deseo de
encontrarle, de sentir su aliento, su fuerza, su manera de ver las cosas...
¿qué nos sucede, pues, que le sentimos ausente o lejano de nuestra vida y preocupaciones
cotidianas?, ¿cuáles son las causas o las circunstancias que nos impiden tener
una experiencia viva y transformadora de Dios en nuestra vida ordinaria? ¿Por
qué parece que estamos, como nos recuerda el título de una película reciente,
“Sin noticias de Dios”?
Mateos, J.A.